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lunes, 27 de junio de 2016

Operación Caballo de Troya: Una fortísima explosión se dejó sentir sobre la cumbre del monte de los Olivos. A las 23 horas y 3 minutos, el computador central modificó los ejes del tiempo de los swivels, retrocediendo 709 137 días; en otras palabras, al 30 de marzo del año 30. El sol naciente había apagado las antorchas de Jerusalén, ofreciendo a nuestros atónitos ojos un inmenso racimo de casitas blancas y ocres, apretadas las unas contra las otras y rotas en mil direcciones por quebradas callejuelas.

Operación Caballo de Troya: Una fortísima explosión se dejó sentir sobre la cumbre del monte de los Olivos. A las 23 horas y 3 minutos, el computador central modificó los ejes del tiempo de los swivels, retrocediendo 709 137 días; en otras palabras, al 30 de marzo del año 30. El sol naciente había apagado las antorchas de Jerusalén, ofreciendo a nuestros atónitos ojos un inmenso racimo de casitas blancas y ocres, apretadas las unas contra las otras y rotas en mil direcciones por quebradas callejuelas.



Si viajáramos 2000 años atrás… ¿Cómo interpretaríamos la realidad? Estoy convencido que todo cambiaria, nada sería igual. Incluso con la mejor preparación psicológica tenderíamos a comparar un tiempo con otro, una realidad anterior y unos personajes que dejarían huella en nuestra más pura filosofía… tal y como le ocurrió al Mayor de la USAF que formó parte de un experimento secreto de viaje en el tiempo llevado a cabo el 30 de enero de 1973 (El descubrimiento en Europa de unas nuevas partículas llamadas swivels revolucionó el concepto del tiempo y las dimensiones propiamente dichas). Esta historia esta magistralmente recogida en el libro Caballo de Troya, del inigualable autor e investigador español JJ Benítez. De este libro he tomado pequeños fragmentos y recomiendo leerlo, ya que, bajo mi punto de vista, es el mejor libro escrito por JJ Benitez, sin desmerecer otros de trascendental importancia como Estoy bien.



Poniéndonos en lugar de Jasón y Eliseo (nombres utilizados durante aquella misión en el año 30 de nuestra Era) cabe preguntarse que extraña sensación sentirían al encontrarse cara a cara con Jesús de Nazaret… aunque leyendo este libro, se adivina que el Rabí de Galilea identifico a Eliseo desde el primer momento y supo que era un viajero en el tiempo, muy posiblemente porque el nazareno era un superhombre y capacidades psíquicas extraordinarias, relacionado sin duda con los seres de las estrellas; quienes de algún modo, tutelan y vigilan la evolución de los seres humanos en el planeta Tierra. Es curioso, porque en una de las conversaciones que mantuvo Eliseo con Jesús de Nazaret, este le dio un mensaje, precisamente para ser recibido… 2000 años después, es decir, ahora, aunque contradictoriamente, su presente y el nuestro confluyeran en un único tiempo y realidad… la nuestra.

Jerusalén
Recomiendo leer por completo esta entrada al blog, porque con toda seguridad no dejara indiferente a nadie, en realidad el truco, si puede llamarse así, está en el mensaje… “Un mensaje de amor a todas las criaturas”, unas pautas que corrientemente se nos olvidan en un mundo salpicado por el egoísmo y el materialismo más exacerbado, dirigido por unas elites que se niegan en aprender de la historia, donde las guerras son denominador común.

He intentado hacer una pequeña cronología de los hechos previos al propio experimento de viaje en el tiempo (todos ellos recogidos en el libro Caballo de Troya)

Fue en abril de 1980 cuando se inició esta historia. JJ Benítez se encontraba en México DF.  Ese mismo día había hablado en un programa de televisión sobre los descubrimientos de la NASA en relación con la Sabana Santa de Turín. Cuando regresó a su hotel, recibió una llamada telefónica: Al teléfono se identificó como un antiguo piloto de la USAF.




Aquel piloto le llamaba desde el estado de Tabasco (México) quien pidió entrevistarse con el escritor español. Éste acepto desplazarse el día 18 de ese mismo mes hasta la ciudad de Villahermosa y entrevistarse con el piloto norteamericano en el Parque Museo de la Venta (que tiene una extensa colección de esculturas de la cultura olmeca).

Una vez en el Parque Museo, junto al Gran Altar, hizo la aparición de un hombre alto, 1,80 metros y cabello cano, quien le invitó a JJ Benítez a desplazarse a un restaurante de la calle Paralelo 18. Al parecer, el piloto de la USAF tenía el rango de Mayor. Y una vez en la mesa…

…El mayor guardó silencio. Ahora estoy seguro de que aquélla fue una situación difícil para él.
Mi amigo debió luchar consigo mismo para contenerse.
-Cuando usted conozca la naturaleza de esa información -puntualizó- comprenderá mis, precauciones. Es preciso que antes que eso suceda, yo esté convencido de que usted, o la persona elegida, será capaz de valorarla y, sobre todo, de que hará un buen uso de ella.
-No termino de entender por qué se ha fijado en mí...

El mayor sostuvo aquella mirada penetrante y preguntó a su vez:
- ¿Cree usted en la casualidad?
-Sinceramente, no.
-Cuando le vi y le escuché en televisión hubo una frase suya que me impulsó a llamarle. Usted tuvo el valor de reconocer públicamente que ahora, a partir de sus investigaciones sobre los descubrimientos de los científicos de la NASA, había «descubierto» a Jesús de Nazaret. Usted no parece avergonzarse de Cristo...
Sonreí.
- ¿Y por qué iba a hacerlo si de verdad creo en Él?
-Eso fue lo que usted transmitió a través del programa. Y eso, ni más ni menos, es lo que yo
busco.
(Texto extraído del libro Caballo de Troya, de JJ Benítez)

Pirámide de Kukulcán, en Chichén Itzá
Durante este primer encuentro, el Mayor de la USAF le confeso que vivía en Yucatán y no ocultó que moriría pronto; por ello necesitaba estar seguro de que JJ Benítez era la persona adecuada antes de entregarle aquella valiosa la información. De este modo, durante un tiempo, se comunicarían mediante correspondencia.

En otoño de 1980, el Mayor le pidió reunirse nuevamente; en esta ocasión en Chichén Itzá, en el cenote sagrado, situado en plena selva de la península de Yucatán. Caminaban hacia la pirámide de Kukulcán… la salud del piloto de la USAF se había deteriorado visiblemente, aparentemente había envejecido 20 años. Según le había explicado, la enfermedad fue provocada por un fallo en el experimento secreto realizado años atrás. Laurencio, la persona que le acompañaba le había ayudado a incorporarse cuando llegó JJ Benitez y aquella fue por desgracia la ultima vez que pudo verlo con vida. El Mayor le entregó un sobre, en el cual había una llave y le dijo que esta sería la primera entrega.

Fue en Septiembre de 1981 cuando JJ Benitez recibió una ultima carta, en esta ocasión la enviaba Laurencio, la persona que cuidaba al Mayor: Le comunicaba la triste noticia del fallecimiento del Mayor. Dentro de esta misma carta había un segundo sobre lacrado, escrito precisamente por el Mayor en Agosto de 1980, después de su primer encuentro en Villahermosa. El Mayor había escrito una especie de adivinanza que decía lo siguiente:

«El centinela que vela ante la tumba te revelará el ritual de Arlington.»
«Llave y ritual conducen a Benjamín.»
«Abre tus ojos ante John Fitzgerald Kennedy.»
«El hermano duerme en 44 - W. La sombra del níspero le cubre al atardecer.»
«Pasado y futuro son mi legado.»

Tumba del Soldado Desconocido, Cementerio Nacional de Arlington, Washington
Durante un tiempo, JJ Benítez intentó desentrañar el mensaje oculto de aquellas frases. Finalmente, decidió volar hasta Washington el   11 de octubre de 1981. Siguiendo su intuición fue hasta el Cementerio Nacional de Arlington, donde reposaban los héroes de la nación. Y se dio cuenta, que el numero 21 en la Tumba del Soldado Desconocido era la clave de aquel enigmatico jeroglífico. Deduciendo de la frase «Llave y ritual conducen a Benjamín.» llegó a la conclusión que se referia a una sucursal postal situada en la calle Benjamín Franklin, en Washington y que el número 21 se correspondía a un apartado postal. Dedujo por tanto, que la llave entregada por el Mayor en el primer encuentro se correspondería con dicho apartado postal.

Y estaba en lo cierto, dentro de aquel apartado de correos, JJ Benítez hallaría la información tan valiosa donde el Mayor le explicaba como un experimento realizado el 30 de enero de 1973 bajo el nombre Operación Caballo de Troya posibilitó viajar en el tiempo; más concretamente al año 30 de nuestra era, en Jerusalén.

Cualquiera puede dudar de la veracidad de esta historia, pero hay un hecho destacable, un matiz curioso, recogido en este libro. Según explica el autor, hasta el mismo FBI mostro cierto nerviosismo por la investigación que estaba realizando JJ Benítez… y si no fuese realmente algo importante ¿merecería la pena que la Agencia Federal siguiese los pasos del investigador español? La respuesta la dejo en el aire... e incluyo a modo de curiosidad aquello recogido en este el libro, el momento cuando fue interrogado en su hotel por los agentes federales:


(A continuación, un pequeño fragmento del libro Caballo de Troya, de JJ Benítez)

…Hacia las 13 horas, como digo, el teléfono de mi habitación me devolvió a la cruda realidad.
- ¿Señor Benítez...?
-Soy yo... Dígame.
-Dos señores preguntan por usted... Están aquí...
- ¿Dos señores? -pregunté a mí vez, desconcertado ante la súbita visita-. ¿Quiénes son?
-Un momento -dudó el empleado del hotel-, no lo sé...
¿Quién podía tener interés en verme? Es más -pensé con un extraño presentimiento-, ¿quién
sabe que estoy en Washington?
-Uno de ellos -me anunció el recepcionista a los pocos segundos- afirma ser del FBI...
- ¡Ah! -exclamé con un hilo de voz-. Bueno..., ahora mismo bajo...
Todo había sido tan rápido e imprevisto que, al poco de colgar el auricular, comencé a palidecer. No era lógico ni normal que el FBI se interesara por mí. ¿Qué podía haber ocurrido?
¿En qué nuevo lío me había metido?

De pronto recordé. Días atrás yo había cometido la torpeza de interesarme cerca de la Embajada Española y del Pentágono por los posibles familiares del mayor. Mientras recogía precipitadamente los cilindros y el sobre, ocultándolos en el fondo de la bolsa de mis cámaras, un torbellino de temores, hipótesis y contrahipótesis embarullaron aún más mi cerebro.
Con la llave de mi habitación entre las manos y muerto de miedo, me presenté en el hall.
Dos individuos de fuerte complexión y pulcramente trajeados se levantaron de los butacones situados frente a la puerta del ascensor. No tuve oportunidad siquiera de aproximarme al mostrador de recepción y preguntar por mis insólitos visitantes.



Con una sonrisa un tanto forzada, uno de ellos me salió al paso extendiendo su mano.
- ¿El señor Benítez?
Al presentarme, el que había estrechado mi mano en primer lugar y que parecía llevar la voz cantante, me invitó a sentarme con ellos.
-No se preocupe -anunció con un evidente deseo de tranquilizarme-, se trata de una simple rutina...

Yo también me esforcé en sonreír, al tiempo que les rogaba que se identificaran.
-Por teléfono -añadí- me han dicho que uno de ustedes es agente del FBI. ¿Podría ver sus credenciales?
Instantáneamente, y como si aquella petición mía formara parte de un ceremonial igualmente rutinario y habitual, ambos sacaron del interior de sus chaquetas sendas carteras de plástico negro. En la primera -perteneciente al que me había identificado nada más verme en el hall- pude leer, con caracteres que destacaban sobre el resto, las palabras Federal Bureau of Investigation. Aquello, en efecto, correspondía a las famosas siglas FBI u Oficina Federal de Investigación.
En la segunda credencial -que no fue retirada de mi vista con tanta rapidez como la del agente del FBI- pude leer, en cambio, lo siguiente: Departamento de Estado. Oficina de Prensa y algo así como una dirección: 2201 «C» Street... (Washington D.C.) y un número que empezaba por (202) 632….
-Muchas gracias -repuse con más miedo, si cabe-. Ustedes dirán...
-Sabemos quién es usted y conocemos igualmente su condición de periodista español - replicó el miembro del FBI, al tiempo que abría una pequeña libreta y rechazaba amablemente uno de mis cigarrillos-, y se nos ha comunicado que el pasado martes, a las 11.15 de la mañana, usted se interesó por los posibles parientes del mayor...
«¡Joder qué tíos! -pensé-. ¡Vaya servicio de información!»
-Pues bien -prosiguió el agente, indicándome las notas que aparecían en su block-, en primer lugar queríamos averiguar si estos datos son correctos.
-Efectivamente. Lo son...
-En ese caso, nos gustaría saber por qué tiene usted ese interés por la familia del mayor.



Mi cerebro, despierto a causa -digo yo- del miedo, fue buscando las respuestas con una frialdad que aún me asusta.
-Bueno, es una vieja historia. Conocí al mayor en uno de mis viajes a México y entablé con él una sincera amistad. Nos escribimos y hace unas semanas -mentí- al visitar nuevamente aquel país, supe que había fallecido.
Sin pestañear, sostuve la desconcertada mirada del yanqui. Quizá esperaba otra versión y, al comprobar que le decía la verdad (cuando menos, parte de la verdad), se mostró indeciso. Ese fue su primer error.
Antes de que acertara a formular una nueva pregunta, aproveché aquellos segundos y tomé la iniciativa:
-Ustedes sabrán también que yo soy investigador y escritor del fenómeno ovni...

El agente sonrió.
-En cierta ocasión -seguí improvisando- el mayor me dio a entender que sabía de cierta información... relacionada con este tema. Y me dio el nombre de un compañero que reside en los Estados Unidos... Él me daría los datos, siempre y cuando yo supiera esperar a que falleciera el mayor...
Mi interlocutor, tal y como yo deseaba, mordió el anzuelo.
- ¿Puede decirnos el nombre de esa persona?
Fingí una cierta resistencia y añadí:
-La verdad es que no me gustaría perjudicar a nadie...
-No se preocupe...
-Está bien. No tengo inconveniente en darles el nombre de esa persona que busco, siempre y cuando ustedes me mantengan al margen y respondan a una pregunta...

Los dos personajes cruzaron una mirada de complicidad y el funcionario del Departamento de Estado, que no había abierto la boca hasta ese momento, preguntó a su vez:
- ¿De qué se trata?
- ¿Podrían ustedes proporcionarme una pista sobre algún familiar del mayor o sobre ese amigo al que trato de localizar?
Antes de que su compañero tuviera tiempo de responder el agente del FBI intervino de nuevo:
-Trato hecho. Díganos: ¿cómo se llama esa persona con la que usted debe contactar?



Al tomar nota del nombre y primer apellido del «hermano de viaje» del mayor, el agente, titubeó y cruzó una nueva y fugaz mirada con su acompañante. Ese fue su segundo error. Aquella casi imperceptible vacilación terminó por alertarme. En ese instante -por primera vez- comencé a tomar conciencia de que me había aventurado en un asunto sumamente peligroso. Aquellos individuos -eso saltaba a la vista- sabían mucho más de lo que decían. Pero lo peor no era eso. Lo dramático es que -por esas casualidades del destino- tenía en mi poder una información que empezaba a quemarme entre las manos y por la que los servicios de Inteligencia de los Estados Unidos hubieran sido capaces de todo.
- ¿Y qué hay de esa pista? -presioné con fingido aire de satisfacción.
El agente del FBI guardó silencio y, tras escribir algo en una de las hojas de su libreta, la arrancó, poniéndola en mis manos.
-Es todo lo que podemos decirle -masculló con desgana-. Creemos que se trata de uno de los parientes del mayor...
En el papel pude leer el nombre de la ciudad de Nueva York y dos apellidos.
Simulé una cierta contrariedad.
-Pero, ¿no pueden decirme algo más?

Los individuos se pusieron en pie y, tras desearme suerte, se alejaron hacia la puerta de salida. Sin quererlo, aquellos «gorilas» me habían brindado la mejor de las excusas para salir de Washington a toda prisa.
Antes de regresar a mi habitación tuve el acierto de asomarme disimuladamente por la puerta giratoria del hotel y ver cómo los agentes se introducían en un coche azul metalizado, aparcado a veinte o treinta metros de donde me encontraba. Me interné de inmediato en el hall, dirigiéndome hacia el ascensor y notando sobre mí el peso de la curiosa mirada del recepcionista.


EL DIARIO

Hoy, 7 de abril de 1977, al año de mi retiro voluntario a la selva del Yucatán, una vez conocida la muerte de mi hermano... y al cuarto año de nuestro regreso del «gran viaje», pido humildemente al Todopoderoso que me conceda las fuerzas y vida necesarias para dejar por escrito cuanto sé y contemplé -por la infinita misericordia de Dios- en Palestina.
Es mi deseo que este testimonio sea conocido entre los hombres de buena voluntad - creyentes o no- que, como nosotros, caminan a la búsqueda de la Verdad.

Sé desde hace más de un año -como también lo supo mi hermano en el «gran viaje»- que mi muerte está cercana. Por ello, siguiendo sus reiteradas peticiones y los cada vez más firmes impulsos de mi propia conciencia, he procedido a ordenar mis notas, recuerdos y sensaciones.
Espero que la persona o personas que algún día puedan tener acceso a este humilde y sincero diario hagan suya mi voluntad de permanecer, como mi hermano, en el más riguroso anonimato. No somos nosotros los protagonistas, sino «ÉL».

No es fácil para mí resumir aquellos años previos a la definitiva puesta en marcha del «gran viaje». Y aunque nunca ha sido mi propósito desvelar los programas y proyectos confidenciales de mi país, a los que he tenido acceso por mi condición de militar y miembro activo –hasta 1974- de la OAR (Office of Aerospace Research)1, entiendo que antes de ofrecer los frutos de nuestra experiencia en Israel, debo poner en antecedentes a cuantos lean este informe de algunos de los hechos previos a aquel histórico enero de 1973.

Debo advertir igualmente que, dada la naturaleza del descubrimiento efectuado por nuestros científicos y las dramáticas consecuencias que podrían derivarse de una utilización errónea o premeditadamente negativa del mismo, mis aclaraciones previas sólo tendrán un carácter puramente descriptivo. Como he mencionado antes, no es el medio lo que importa en este caso, sino los resultados que gozosamente tuvimos a bien alcanzar. Descargo así mis escrúpulos de conciencia y confío en que algún día -si la humanidad recupera el perdido sentido de la justicia y de los valores del espíritu- sean los responsables de este sublime hallazgo quienes lo den a conocer al mundo en su integridad.

Fue en la primavera de 1964 cuando, confidencialmente y por pura casualidad, llegó hasta mis oídos la existencia de un ambicioso y revolucionario proyecto, auspiciado por la AFOSI y la
AFORS2 y en el que trabajaba desde hacía años un nutrido equipo de expertos del Instituto de
Tecnología de Massachusetts.


Yo había sido seleccionado en octubre de 1963, con otros trece pilotos de la USAF, para uno de los proyectos de la NASA. En mi calidad de médico e ingeniero en física nuclear, y puesto que seguía perteneciendo a la OAR, me encomendaron un trabajo específico de supervisión del llamado VIAL o Vehículo para la Investigación del Aterrizaje Lunar. En la mencionada primavera de 1964, dos de estas curiosas máquinas voladoras -en las que se iniciaron los primeros ensayos para los futuros alunizajes del proyecto Apolo- llegaron al fin al lugar donde yo había sido destinado: el Centro de Investigación de Vuelos de la NASA, en la base de Edwards, de las fuerzas aéreas norteamericanas, a ochenta millas al norte de Los Angeles.

1 La OAR es la Oficina de Investigación Aeroespacial. (Nota del traductor.)
2 AFOSI y AFORS son las siglas de la Air Force Office of Special Investigations (Oficina de Investigaciones Espaciales de la Fuerza Aérea) y de la Air Force Office of Scientific Research (Oficina de Investigación Científica de la Fuerza Aérea), respectivamente. (N. del t.)

En aquel paisaje desolado -en pleno corazón del desierto Mojave- permanecí hasta últimos de 1964, en que concluyeron con éxito las pruebas preliminares de vuelo de los VIAL. No tengo que repetir que aquellas pruebas y otros proyectos -en especial los de la USAF habían sido calificados como «altamente secretos». El ingreso en el recinto de la base y en el de las experiencias en particular era limitado al personal especialmente acreditado.
Durante meses conviví con otros candidatos a astronautas, oficiales, científicos y técnicos - todos ellos en posesión de la top secret security clearance1 llegando a mis oídos un fantástico proyecto: la Operación Swivel (“Eslabón”).


Centro Marshall de vuelos espaciales.
Una vez finalizado mi trabajo en Edwards, la NASA estimó que debía incorporarme al Centro Marshall, de vuelos espaciales. Mi verdadera vocación ha sido siempre la investigación. Concretamente, el joven «mundo» de la teoría unificada de las partículas elementales. Sin embargo, mis inquietudes en aquel mes de diciembre de 1964 discurrían por otros derroteros.
Los costos de la NASA habían empezado a dispararse y el Centro Marshall trabajaba día y noche para encontrar nuevos sistemas o fuentes de energía, que abaratasen las costosas baterías «químicas» de los proyectos Explorer, Mercury y Geminis.

Una semana antes de Navidad, y por motivos de mi trabajo, tuve que volar nuevamente a la base de Edwards. Durante uno de los almuerzos con el personal especializado conocí al nuevo jefe del proyecto Swivel, el general..., un hombre sereno y de brillante inteligencia, que supo escuchar pacientemente mis disquisiciones y lamentos sobre la miopía mental de algunos altos cargos de la NASA, que habían rechazado una y otra vez mis sugerencias sobre la necesidad de sustituir las anticuadas baterías químicas por células de carburante o por baterías atómicas.


El general pareció interesarse por algunos de los detalles de las pilas atómicas y yo –lo reconozco- me desbordé, saturándole con la lluvia de datos e información en torno a las excelencias del plutonio 238, del curio 244 y del prometio 147... Antes de retirarse de la mesa, el general me hizo una sola pregunta: « ¿Quiere trabajar conmigo?»
Gracias al cielo, mi respuesta fue un fulminante: «Sí.»

De esta forma, en enero de 1965 abandonaba definitivamente la NASA, para incorporarme al módulo de experiencias de la USAF, en Mojave. Yo había conocido a buena parte de los científicos y militares que se afanaba en aquel fantástico proyecto durante mi anterior etapa en la base de Edwards. Esto facilitó las cosas y mi definitiva integración en la Operación Swivel fue rápida y total.

Durante los primeros meses, mi papel -de acuerdo con los deseos del general que me había contratado y al que de ahora en adelante llamaré con el nombre supuesto de «Curtiss»- se centró en una frenética investigación en torno a un sistema auxiliar de abastecimiento de energía mediante una batería atómica llamada SNAP-9A, que son las siglas de Systems for Nuclear Auxiliary Powers2.

1 Autorización para tener acceso a determinados secretos que afectan a la defensa nacional en los Estados Unidas. (N. del t.)
2 Sistema de Energía Nuclear Auxiliar. Fueron utilizados, en efecto, por la NASA y el AEC para usos espaciales. Estas baterías de isótopos radiactivos pueden producir varios centenares de vatios de electricidad durante períodos superiores a un año. (N. del t.)



Proyecto Manhattan, Los Alamos.
En esas fechas, el proyecto había superado ya las primeras y obligadas fases de experimentación. Estas habían tenido lugar -siempre en el más férreo de los secretos- entre 1959 y 1963. Nunca supe -y tampoco me preocupó en exceso- quién o quiénes habían sido los promotores o descubridores del sistema básico que había permitido concebir semejante aventura. En algunas de mis múltiples conversaciones con el general Curtiss, este insinuó que - aunque en el equipo inicial habían participado algunos de los veteranos científicos del proyecto Manhattan, que «dio a luz» la bomba atómica- «el cambio de criterios en relación con la naturaleza de las mal llamadas partículas elementales o subatómicas procedía de Europa». Al parecer, y a través de la CIA, las fuerzas aéreas norteamericanas habían recibido –procedentes de Europa occidental- una serie de documentos en los que se hablaba de un brusco cambio de 180 grados en la interpretación de la física cuántica.

En esencia, ya que no es mi intención aquí y ahora alargarme excesivamente en cuestiones puramente técnicas, ese «sistema básico» que había impulsado la operación consistía en el descubrimiento de una entidad elemental -generalizada en el cosmos- en la que la ciencia no había reparado hasta ese momento y que ha resultado, y resultará en el futuro, la «piedra angular» para una mejor comprensión de la formación de la materia y del propio universo.

Esa entidad elemental que fue bautizada con el nombre de swivel puso de manifiesto que todos los esfuerzos de la ciencia por detectar y clasificar nuevas partículas subatómicas no eran otra cosa que un estéril espejismo. La razón -minuciosamente comprobada por los hombres de la operación en la que trabajé- era tan sencilla como espectacular: un swivel tiene la propiedad de cambiar la posición u orientación de sus hipotéticos «ejes»1 transformándose así en un swivel diferente.

1 Aún hoy y puesto que este sensacional hallazgo no ha sido dado a conocer a la comunidad científica del mundo, numerosos investigadores y expertos en física cuántica siguen descubriendo y detectando infinidad de subpartículas (neutrinos, mesones, antiprotones, etc.) que sólo contribuyen a oscurecer el intrincado campo de la física. El día que los científicos tengan acceso a esta información comprenderán que todas esas partículas elementales que conforman la materia no son otra cosa que diferentes cadenas de swivel, cada uno de ellos orientado en una forma peculiar respecto a los demás. Tanto los especialistas que trabajaron en esta operación, como yo mismo, tuvimos que doblegar nuestras viejas concepciones del espacio euclideo, con su trama de puntos y rectas, para asimilar que un swivel está formado por un haz de ejes ortogonales que «no pueden cortarse entre sí». Esta aparente contradicción quedó explicada cuando nuestros científicos comprobaron que no se trataba de «ejes» propiamente dichos, sino de ángulos. (De ahí que haya entrecomillado la palabra «eje» y me haya referido a hipotéticos ejes.) La clave estaba, por tanto, en atribuir a los ángulos una nueva propiedad o carácter: el dimensional. (Nota del mayor.)



El descubrimiento dejó perplejos a los escasos iniciados, arrastrándolos irremediablemente a una visión muy diferente del espacio, de la configuración íntima de la materia y del tradicional concepto del tiempo.

El espacio, por ejemplo, no podía ser considerado ya como un «continuo escalar» en todas direcciones. El descubrimiento del swivel echaba por tierra las tradicionales abstracciones del «punto», «plano» y «recta». Estos no son los verdaderos componentes del universo. Científicos como Gauss, Riemann, Bolyai y Lobatschewsky habían intuido genialmente la posibilidad de ampliar los restringidos criterios de Euclides, elaborando una nueva geometría para un «n-espacio». En este caso, el auxilio de las matemáticas salvaba el grave escollo de la percepción mental de un cuerpo de más de tres dimensiones. Nosotros habíamos supuesto un universo en el que los átomos, partículas, etc., forman las galaxias, sistemas solares, planetas, campos gravitatorios, magnéticos, etc. Pero el hallazgo y posterior comprobación del swivel nos dio una visión muy distinta del Cosmos: el Espacio no es otra cosa que un conjunto asociado de factores angulares, integrado por cadenas y cadenas de swivels. Según este criterio, el cosmos podríamos representarlo -no como una recta-. Sino como un enjambre de estas entidades elementales.

Gracias a estos cimientos, los astrofísicos y matemáticos que habían sido reclutados por el general Curtiss para el proyecto Swivel fueron verificando con asombro cómo en nuestro universo conocido se registran periódicamente una serie de curvaturas u ondulaciones, que ofrecen una imagen general muy distinta de la que siempre habíamos tenido.



Pero no quiero desviarme del objetivo principal que me ha empujado a escribir estas líneas. A principios de 1960, y como consecuencia de una más intensa profundización en los swivels, uno de los equipos del proyecto materializó otro descubrimiento que, en mi opinión, marcará un hito histórico en la humanidad: mediante una tecnología que no puedo siquiera insinuar, esos hipotéticos ejes de las entidades elementales fueron invertidos en su posición. El resultado llenó de espanto y alegría a un mismo tiempo a todos los científicos: el minúsculo prototipo sobre el que se había experimentado desapareció de la vista de los investigadores. Sin embargo, el instrumental seguía detectando su presencia...
A partir de entonces, todos los esfuerzos se concentraron en el perfeccionamiento del referido proceso de inversión de los swivels.

Cuando yo me incorporé al proyecto, el general me explicó que, con un poco de suerte, en unos pocos años más estaríamos en condiciones de efectuar las más sensacionales exploraciones... en el tiempo y en el espacio.
Poco tiempo después comprendí el verdadero alcance de sus afirmaciones. Al multiplicar nuestros conocimientos sobre los swivels y dominar la técnica de inversión de la materia, apareció ante el equipo una fascinante realidad: «más allá» o al «otro lado» de nuestras limitadas percepciones físicas hay otros universos (las palabras sólo sirven para amordazar la descripción de estos conceptos) tan físicos y tangibles como el que conocemos (?). En sucesivas experiencias, los hombres del general Curtiss llegaron a la conclusión de que nuestro cosmos goza de un sinfín de dimensiones desconocidas. (Matemáticamente fue posible la comprobación de diez.)



De estas diez dimensiones, tres son perceptibles por nuestros sentidos y una cuarta –el tiempo- llega hasta nuestros órganos sensoriales como una especie de «fluir», en un sentido único, y al que podríamos definir groseramente como «flecha o sentido orientado del tiempo».
En ese raudal de información apareció ante nuestros atónitos ojos otro descubrimiento que cambiará algún día la perspectiva cósmica y que bautizamos como nuestro cosmos «gemelo»1
A mí, personalmente, al igual que al general jefe del proyecto, lo que terminó por cautivarnos fue el nuevo concepto del « tiempo». Al manipular con los ejes de los swivels se comprobó que estas entidades elementales no «sufrían» el paso del tiempo. ¡Ellas eran el tiempo!

1 Me extenderé poco sobre nuestro «biocosmos» o cosmos gemelo, pero me resisto a ocultar algunas de las características básicas del mismo. Aquellos análisis humillaron aún más si cabe nuestra soberbia científica. En realidad, no existe un único cosmos -como siempre habíamos creído- sino infinito número de pares de Cosmos. La diferencia fundamental detectada entre los elementos de uno y otro (los nuestros, por ejemplo), estriba en que sus estructuras atómicas respectivas difieren en el signo de la carga eléctrica y que nuestros científicos han llamado y siguen llamando incorrectamente «materia y antimateria«. Nuestro cosmos gemelo, por ejemplo, presenta las siguientes diferencias:
1) En sus átomos, la corteza está formada por electrones positivos orbitales y su núcleo por antiprotones (protones negativos).
2) Jamás podrán ponerse en contacto ambos cosmos. Tampoco tiene sentido pensar que puedan superponerse ya que no los separan relaciones «dimensionales». (No hay distancias ni simultaneidad en el tiempo.)
3) Ambos cosmos poseen la misma masa y el mismo radio, correspondiente a una hiperesfera de curvatura negativa.
4) Cada uno goza de singularidades distintas; es decir, en nuestro cosmos gemelo no hay el mismo número de galaxias ni aquéllas poseen la misma estructura que las «nuestras». No hay, por tanto, otro planeta Tierra gemelo.
5) Ambos cosmos fueron «creados» simultáneamente, pero sus flechas del tiempo no tienen por qué estar orientadas en el mismo sentido. (No podemos hablar, en consecuencia, de que dicho cosmos coexiste con el nuestro en el tiempo o de que existió antes o de que existirá después. Únicamente podemos afirmar que existe.)
Pero quizá lo que más impresionó a nuestro equipo de investigadores fue verificar que ese cosmos gemelo ejerce una determinada influencia sobre el nuestro..., y presumiblemente -porque esto no ha sido comprobado aún -el nuestro actúa también sobre aquél. (N. del m.)


Largas y laboriosas investigaciones pusieron de relieve, por ejemplo, que lo que llamamos «intervalo infinitesimal de tiempo» no era otra cosa que una diferencia de orientación angular entre dos swivels íntimamente ligados. Aquello constituyó un auténtico cataclismo en nuestros conceptos del tiempo2.

2 Las sucesivas verificaciones demostraron, por ejemplo, que el tiempo puede asimilarse a una serie de swivels cuyos ejes están orientados ortogonalmente con respecto a los radios vectores que implican distancias. Según esto, descubrimos que puede darse el caso -si la inversión de ejes es la adecuada- que un observador, en su nuevo marco de referencia, aprecie como distancia lo que en el antiguo sistema referencial era valorado como «intervalo de tiempo». Es fácil comprender entonces por qué un suceso ocurrido lejos de la Tierra (por ejemplo, en un planeta del cumulo globular M13, situado a 22 500 años luz) no puede ser jamás simultáneo a otro que se registre en nuestro mundo. Esto nos dio la explicación de por qué un objeto que pudiera viajar a la velocidad de la luz acortaría su distancia sobre el eje de traslación, hasta reducirse a una pareja de swivels. Distancia que, aunque tiende a cero, no es nula como apunta erróneamente una de las transformaciones del matemático Lorentz. (Quizá pueda referirme en otro apartado de este relato a lo que descubrimos en torno a la velocidad limite o de la luz, al invertir los ejes de los swivels y pasar, por tanto, a otros marcos dimensionales.)
Y ya que he mencionado el proceso de inversión de ejes de los swivels, debo señalar que, al principio, muchos de los intentos de inversión de la materia resultaron fallidos, precisamente por una falta de precisión en dicha operación.
Al no lograr una inversión absoluta, el cuerpo en cuestión -por ejemplo, un átomo de molibdeno- sufría el conocido fenómeno de la conversión de la masa en energía. (Al desorientar en el seno del átomo de Mo1 un solo nucleón –un protón, por ejemplo-, obteníamos un isótopo del Niobio-10.) Cuando esa inversión fue absoluta, el protón parecía aniquilado, pero sin quebrar el principio universal de la conservación de la masa y de la energía. (N. del m.)




No fue muy difícil detectar que -por uno de esos milagros de la naturaleza- los ejes del tiempo de cada swivel apuntaban en una dirección común... para cada uno de los instantes que podríamos definir puerilmente como «mi ahora». Al instante siguiente, y al siguiente y al siguiente -y así sucesivamente- esos ejes imaginarios variaban su posición dando paso a distintos «ahora». Y lo mismo ocurría obviamente, con los «ahora» que nosotros llamamos pasado. Aquel potencial -sencillamente al alcance de nuestra tecnología- nos hizo vibrar de emoción, imaginando las más espléndidas posibilidades de «viajes» al futuro y al pasado1.

1 Aunque ya he hecho una ligera alusión a este trascendental descubrimiento, trataré de señalar algunas de las líneas básicas en lo que a esta nueva definición de «intervalo dc tiempo» se refiere. Como he dicho, nuestros científicos entienden un intervalo de tiempo «T» como una sucesión de zwivels cuyos ángulos difieren entre 51 cantidades constantes. Es decir, consideremos en un swivel los cuatro ejes (que no son otra cosa que una representación del marco tridimensional de referencia), y que no existen en realidad: en otras palabras, que son tan convencionales como un símbolo aunque sirven al matemático para fijar la posición del ángulo real. Si dentro de ese marco ideal oscila el ángulo real, imaginemos ahora un nuevo sistema referencial de los ángulos, cada uno de los cuales forma 90 grados con los cuatro anteriores. Este nuevo marco de acción de un ángulo real y el anteriormente definido, definen respectivamente espacio y tiempo. Observemos que los «ejes rectores» que definen espacio y tiempo poseen grados de libertad distintos. El primero puede recorrer ángulos-espacio en tres orientaciones distintas, que corresponden a las tres dimensiones típicas del espacio; el segundo está «condenado» a desplazarse en un solo plano. Esto nos lleva a creer que dos swivels cuyos ejes difieran en un ángulo tal que no exista en el universo otro swivel cuyo ángulo esté situado entre ambos, definirán el mínimo intervalo de tiempo. A este intervalo, repito, lo llamamos «instante». (N. del m.)



A partir de esos momentos (1966), el proyecto se subdividió en tres ambiciosos programas. Aunque estrechamente vinculados, los tres equipos se afanaron en la puesta a punto de otros tantos módulos que nos permitieran la exploración -sobre el «terreno»- en tres direcciones bien distintas:

En primer lugar, con un «viaje» a otro marco dimensional dentro de nuestra propia galaxia2.

2 Como he expresado anteriormente, no puedo sugerir siquiera la base técnica que conduce a la mencionada inversión de todos y cada uno de los ejes de los swivels, pero puedo adelantar que el proceso es instantáneo y que la aportación de energía necesaria para esta transformación física es muy considerable. Esa energía necesaria puesta en juego hasta el instante en que todas las subpartículas sufren su inversión, es restituida «íntegramente» (Sin pérdidas), retransformándose en el nuevo marco tridimensional en forma de masa. Los experimentos previos demostraron que, inmediatamente después de ese salto de marco tridimensional, el módulo se desplazaba a una velocidad superior, sin que el cambio brusco de la velocidad (aceleración infinita) en el instante de la inversión fuera acusado por el vehículo.
Este procedimiento de viaje como es fácil adivinar- hace inútiles los restantes esfuerzos de los ingenieros y especialistas en cohetería espacial, empeñados aún en lograr aparatos cada vez más sofisticados y poderosos..., pero siempre impulsados por la fuerza bruta de la combustión o de la fisión nuclear. (Quizá ahora se empiece a entender por qué no puedo ni debo extenderme en los pormenores técnicos de semejante descubrimiento...) Al llevar a cabo estos saltos o cambios de marco tridimensionales observamos con desconcierto que -en el nuevo marco- la velocidad limite o velocidad de la luz (299.792,4580 más-menos 0,0012 kilómetros por segundo) cambiaba notablemente. Hasta el punto que la única referencia que puede reflejar el cambio de ejes es precisamente la medida de esa velocidad o constante C.
Tendremos así una familia de valores: C0 C1 C2 C3... C,,, que se extiende desde C0 = 0 (velocidad de la luz nula) a Cn = infinito, cada una representando a un sistema referencial definido. (N. del m.)


Caballo de Troya
En segundo término, y forzando los ejes del tiempo de los swivels hacia adelante, trasladar todo un laboratorio -con astronautas incluidos- a nuestro propio futuro inmediato. Por último, y siguiendo un proceso contrario, situar otro módulo o laboratorio en el pasado de la Tierra.

Yo fui asignado a este tercer proyecto -bautizado como Caballo de Troya- y a él, y a cuanto le rodeó basta que fue consumado en enero de 1973, me referiré en esta primera parte del diario.
Desde 1966 a 1969, nuestro módulo -bautizado entre los miembros del equipo como la «cuna» a causa de su parecido con dicho mueble- experimentó sucesivas modificaciones, hasta alcanzar un volumen lo suficientemente grande como para albergar a dos tripulantes.

La atención del reducido grupo de científicos que fuimos seleccionados para la Operación Caballo de Troya estuvo fija durante muchos meses en la consecución de un sistema que permitiera una total y segura manipulación de los ejes del tiempo de los swivels de toda la «cuna», tanto manual como electrónicamente.

Representación de "la cuna"

Finalmente, y con la colaboración de la Bell Aerosystems Co., de Niagara Falls -la misma empresa que diseñó y construyó el ML o módulo lunar para el proyecto Apolo- nos hicimos con un laboratorio de diez pies de alto, con cuatro puntos de apoyo extensibles, de trece pies cada uno y un peso total de 3000 libras.

A diferencia del módulo del primero de los proyectos que he citado -cuya operación fue bautizada como Marco Polo- el nuestro no precisaba de un sistema de propulsión. La operación de inversión de todas las subpartículas atómicas de la «cuna», incluido el recinto geométrico del mismo, sus ocupantes y la totalidad de los gases, fluidos, etc., que lo integran, podía efectuarse «en seco»; es decir, sin que el habitáculo y sus pies de sustentación tuvieran que moverse del lugar elegido. Nuestro hábitat de trabajo en todos aquellos años (el corazón salitroso del desierto de Mojave) reunía, además, otro requisito de gran importancia para las primeras y decisivas experiencias dé la Operación Caballo de Troya.

Los informes geológicos nos tranquilizaron sobremanera al asegurarnos que aquella zona -a pesar de hallarse en el filo de la placa tectónica norteamericana, de gran actividad telúrica- no había sufrido grandes cambios desde finales del período jurásico, hace más de 135 millones de años, cuando se produjo la llamada «perturbación Nevadiana». A pesar de todo y como medida complementaria, la «cuna» fue provista de un equipo auxiliar de propulsión, consistente en un motor gemelo al del VIAL en el que yo había trabajado en el año 1964. General Electric nos proporcionó un motor principal (de turbina a chorro CF-200-2V), que fue montado verticalmente y que permitía un rápido y seguro movimiento ascensional1.

1 Éste no era otra cosa que un motor a propulsión a chorro J85 al que se le había acoplado un ventilador en la popa, aumentando así su empuje de velocidad cero desde 2 800 a 4 200 libras. Fue montado en un anillo cardan y mantenido giroscópicamente, apuntando recto hacia abajo, incluso en el caso de posible inclinación de la «cuna». En las experiencias previas de aterrizaje su empuje era regulado exactamente a cinco sextos del peso del módulo.
La restante sexta parte del peso del habitáculo completo fue sostenido por otros dos cohetes auxiliares ascensionales, regulables, de peróxido de hidrógeno de quinientas libras de empuje máximo cada uno. Fueron montados en la estructura principal de la «cuna», pudiendo inclinarse con el vehículo. Ocho pequeños motores cohete, también propulsados por peróxido de hidrógeno, controlaban la posición de la «cuna». Cada cohete de Posición podía ser accionado por una válvula selenoidal individual del tipo de intervalos. Como si se tratase de un pequeño avión, el piloto podía controlar el cabeceo por medio del movimiento proa-popa, y el bamboleo por el movimiento derecha-izquierda, de una palanca. La «cuna» iba provista, incluso, de pedales que proporcionaban el control de «guiñada» Tanto la palanca como los pedales fueron conectados eléctricamente con las válvulas selenoidales. (N. del m.)

Estas medidas de seguridad, que fueron muy poco utilizadas, revisten sin embargo una gran importancia. Una de nuestras obsesiones, mientras iba perfilándose el primer «gran viaje» del proyecto Caballo de Troya, era acertar con la orografía del terreno elegido para el salto hacia atrás en el tiempo. Si nuestros informes técnicos erraban en lo que a la configuración física y geológica del punto de contacto se refería, la inversión de los ejes del tiempo de los swivels podía resultar catastrófica. La «cuna», por ejemplo, posada en pleno siglo XX en una planicie, podía quedar desintegrada si «aparecía» -por error- en el interior de una montaña y que en el pasado podía haber ocupado ese espacio que hoy estábamos utilizando como punto de contacto.

Por tanto, después de infinidad de cálculos y estudios, los hombres del general Curtiss aceptamos de buen grado que -salvo contadas excepciones- la fase de inversión debía provocarse siempre en el aire, en estado estacionario. Una vez localizado electrónica y visualmente el punto de contacto, la «cuna» podría ser aterrizada con toda comodidad y sin riesgo alguno de choque o desintegración.
Las primeras pruebas de vuelo de la «cuna», cuyo equipo de inversión de masa fue suprimido en aquellas fechas por elementales razones de seguridad, fueron llevadas a cabo por el entonces piloto-jefe de investigaciones del Centro de la NASA en Edwards, Joseph A. Walker, ya fallecido, y que en los años 1964 y 1965 dirigió y tomó parte en más de 24 vuelos experimentales del VIAL. Él conocía bien los sistemas de propulsión de los simuladores del módulo de aterrizaje lunar y su veredicto fue positivo: la «cuna» -a pesar de su destartalado aspecto- respondía con docilidad.



En 1969, con un centenar de ensayos altamente satisfactorios, el equipo fijó definitivamente en ochocientos pies la altitud ideal para proceder a la inversión de masa. El tiempo medio consumido en la operación de despegue y estacionario, antes de la fase de inversión, fue fijado en cinco minutos.
Al fin, en el otoño de 1969, el general dio luz verde y cuatro de aquellos singulares astronautas que formábamos el primer equipo de «vuelo al pasado», tuvimos la fortuna de experimentar hasta un total de seis retrocesos en el tiempo. Todos ellos ejecutados siempre por parejas y en el estacionario fijado (ochocientos pies de altura), en pleno desierto Mojave.

Ocuparme ahora de estas fascinantes experiencias me llevaría muy lejos de mi verdadero propósito. Prescindiré, por tanto, de su descripción, porque, además, quedaron minuciosamente registradas en otros tantos informes, actualmente en poder de la Air Force Office of Special  Investigations y, desgraciadamente, de la DIA (Defense Intelligence Agency).

Si apuntaré, no obstante, que el delicado sistema de retroceso y ajuste de los ejes del tiempo de los swivels en las fechas programadas por el equipo resultaron asombrosamente precisos, gracias a la revolucionaria red de computadores1 que había servido desde un comienzo para la localización de los swivels y que fueron incorporados al sistema de inversión de masa.
Como es natural, de poco hubiera servido aquel gigantesco esfuerzo si nuestra tecnología no hubiera sido capaz de modificar los haces de los swivels -y concretamente los ejes del tiempo forzándolos a los nuevos ángulos. La red de ordenadores, por un complejo procedimiento, llegó a afinar ese «traslado» de los «ejes» y, en definitiva, del módulo con un error de «más-menos dos horas» en las fechas deseadas.



1 Aunque tampoco considero oportuno desvelar la naturaleza íntima de este formidable conjunto de ordenadores, sí puedo aclarar que, a diferencia de los sistemas tradicionales de computadores, los utilizados en la Operación Caballo de Troya no están integrados por circuitos electrónicos. Es decir, por tubos de vacío, componentes basados en el estado sólido, tales como transistores o diodos sólidos, conductores y semiconductores, inductancias, etc., sino por unos órganos integrados topológicamente en cristales estables llamados «amplificadores nucleicos». Su característica principal es que en ellos no se amplifican las tensiones o intensidades eléctricas como en los amplificadores comunes, sino la potencia. Una función energética de entrada inyectada al amplificador nucleico es reflejada en la salida en otra función analíticamente más elevada. La liberación controlada de energía se realiza a expensas de la masa integrada en el amplificador, y el fenómeno se verifica dimensionalmente a escala molecular. En el proceso intervienen los suficientes átomos para que la función pueda ser considerada macroscópicamente como continua.

En cuanto a la estructura básica de estos superordenadores -y también con carácter puramente descriptivo- puedo decir lo siguiente:
Los computadores digitales usados corrientemente utilizan generalmente una memoria central de núcleos magnéticos de ferrita y diversas unidades de memoria periférica, de cinta magnética, discos, tambores, varillas con banda helicoidal, etc. Todas ellas son capaces de acumular, codificados magnéticamente, un número muy limitado de bits, aunque siempre se hable de cifras de millones de dígitos. Las bases técnicas, en cambio, de los ordenadores del proyecto Caballo de Troya -basados en el titanio- son distintas. Sabemos que la corteza electrónica de un átomo puede excitarse, alcanzando los electrones diversos niveles energéticos que llamamos «cuánticos». El paso de un estado a otro lo realiza liberando o absorbiendo energía cuantificada que lleva asociada una frecuencia característica. Así, un electrón de un átomo de titanio puede cambiar de estado en la corteza, liberando un fotón, pero en el átomo de titanio, como en otros elementos químicos, los electrones pueden pasar a varios estados emitiendo diversas frecuencias. A este fenómeno lo denominamos «espectro de emisión característico de este elemento químico», que permite identificarlo por valoración espectroscópica. Pues bien, si logramos alterar a voluntad el estado cuántico de esta corteza electrónica del titanio, podemos convertirlo en portador, almacenador o acumulador de un mensaje elemental: un número. Si el átomo es capaz de alcanzar, por ejemplo, doce o más estados, cada uno de esos niveles simbolizará o codificará un guarismo del cero al doce. Pero una simple pastilla de titanio consta de billones de átomos. Podemos imaginar, pues, la información codificada que será capaz de acumular. Ninguna otra base macrofísica de memoria puede comparársele. De momento, no me es lícito explicar cómo conseguimos la excitación de esos átomos del titanio... (N. del m.)


Y al fin llegó el gran día. El general Curtiss nos convocó a una reunión de urgencia. Los hombres de la Operación Caballo de Troya -siempre bajo el mando de Curtiss- perfilaron media docena de «viajes», a cuál más fascinante. Sin embargo, la lógica y un estricto sentido del orden hacían poco recomendable la puesta en marcha de varios proyectos a un mismo tiempo. Había que decidirse por una primera exploración, sin relegar por ello al olvido el resto de las proposiciones. Tras muchas horas de debate, y por unanimidad, la cumbre de científicos y especialistas -en sesión de urgencia en la base de Edwards- eligió tres «momentos» de la historia de la humanidad como posibles e inmediatos candidatos para una elección final. Era el
10 de marzo de 1971.

Los tres objetivos en cuestión fueron los siguientes:


1. º marzo-abril del año 30 de nuestra era. Justamente, los últimos días de la pasión y muerte de Jesús de Nazaret.

2. º El año 1478. Lugar: Isla de Madera. Objetivo: tratar de averiguar si Cristóbal Colón pudo recibir alguna información confidencial, por parte de un pre-descubridor de América, sobre la existencia de nuevas tierras, así como sobre la ruta a seguir para llegar hasta ellas.

3. º marzo de 1861. Lugar: los propios Estados Unidos de América del Norte. Objetivo: conocer con exactitud los antecedentes de la guerra de Secesión y el pensamiento del recién elegido presidente Abraham Lincoln.


Guerra de la Secesión norteamericana
Cada uno de los proyectos había sido preparado exhaustivamente, hasta en sus más mínimos detalles. Yo encabezaba y defendí enconadamente el segundo de los «viajes». A través de numerosas lecturas y contactos con expertos de la universidad de Yale, había llegado al convencimiento de que Colón no fue el primer descubridor de las tierras americanas y aquélla era una magnífica oportunidad de conocer la verdad. Pero, tanto el «viaje» a la guerra de Secesión como a la isla portuguesa de Madera terminaron por ser aparcados, en beneficio del primero: el traslado en el tiempo al año 30 de nuestra era.


A pesar del natural disgusto de los defensores de los proyectos eliminados, todos reconocimos que el nivel de riesgos era sensiblemente inferior en el «gran viaje» a la Jerusalén de Cristo que a la guerra de Secesión estadounidense o al siglo XV. En el caso de la exploración en tiempos de Lincoln, los astronautas elegidos podían correr evidentes peligros físicos y ni el general Curtiss ni el resto de los componentes de la Operación Caballo de Troya estábamos dispuestos a poner en juego la seguridad de nuestros hombres. En cuanto al «viaje» que yo propugnaba, la falta de precisión en la fecha exacta en que el «prenauta» pudo arribar con su carabela a la isla de Madera fue determinante. Nuestra aportación histórica, aunque rigurosa, arrojaba un inevitable margen de error1.

1 Tomando como referencia -más que probable- la fecha de 1478 para el asentamiento de Cristóbal Colón en la isla de Madera, donde su suegra regentaba una taberna, y de acuerdo con los testimonios de Las Casas y de la leyenda taina, era muy posible que los misteriosos «predescubridores» de América hubieran visitado las islas del Caribe (especialmente La Española) en los meses inmediatamente anteriores a dicha fecha. Quizá en 1476 o 1477. Hubiera sido; por tanto, en ese año de 1478 cuando pudo producirse el retorno de los involuntarios «descubridores» hacia Europa, con una fortuita escala en la referida isla portuguesa. (N. del m.)


Como un solo hombre, a partir de aquella decisiva y final determinación, los 61 miembros del equipo Caballo de Troya -de «exploración al pasado»- nos volcamos en la puesta a punto de la que iba a ser nuestra primera aventura oficial en el tiempo.
No voy a negar que en aquellas semanas que siguieron a mí elección por el general Curtiss para tripular la «cuna» y «descender» en el tiempo de Jesús de Nazaret, mi estado de ánimo se vio profundamente alterado. A pesar de la innegable alegría que supuso el formar parte de la primera pareja de «exploradores» a otro tiempo, la responsabilidad de tan compleja operación me abrumó y fueron necesarios muchos días para lograr adaptarme y asimilar serenamente mi compromiso.

Nunca supe con exactitud por qué el jefe del proyecto Swivel me designó para aquel «gran viaje». Es muy posible que, a la hora de valorar conocimientos y condiciones personales, otros compañeros deberían haber ocupado mi puesto por un amplio margen de méritos. Curtiss, en una de las múltiples entrevistas que celebré con él a raíz de mi nombramiento, dejó entrever que la naturaleza de la exploración exigía, fundamentalmente, la presencia de un hombre escéptico en materia religiosa. Al contrario de otros muchos miembros del equipo, yo no militaba en iglesia o movimiento religioso alguno, siendo patente mi carácter agnóstico. Por mí rígida educación científica y militar, y aunque siempre procuré respetar las creencias e inclinaciones religiosas de los demás, yo no había sentido jamás la menor necesidad de refugiarme o de buscar aliento en ideas trascendentales.

¡Qué poco podía imaginar lo que me reservaba el destino! Y tuve que reconocer con el general que, en efecto, la objetividad era una de las condiciones básicas para desempeñar aquella «observación» de la historia con un mínimo de rigor.

Mi trabajo en aquel «traslado» al año 30 -al igual que el de mi compañero- exigía la aceptación y cumplimiento de una norma, que se había convertido en regla de oro para la totalidad del equipo del proyecto Caballo de Troya: los exploradores no podían -bajo ningún concepto, ni siquiera el de la propia supervivencia- alterar, cambiar o influir en los hombres, grupos sociales o circunstancias que fueran el objetivo de nuestras observaciones o que, sencillamente, pudieran surgir en el transcurso de las mismas. Cualquier vacilación a la hora de asumir esta premisa principal era motivo de una fulminante expulsión del grupo de exploradores. Este hecho inviolable presuponía ya una absoluta objetividad en los observadores. No obstante, el general, en un rasgo de sutil prudencia, prefirió que -en nuestro caso- la objetividad fuera de la mano de una especial asepsia en materia religiosa.

Como es fácil comprender, un medio tan poderoso como la manipulación de los ejes del tiempo de los swivels podría ser sumamente peligroso, de caer en manos de individuos sin escrúpulos o con una visión fanática y partidista de la historia. En las seis primeras inversiones de masa que fueron practicadas con carácter puramente experimental en el desierto de Mojave pudo comprobarse que el trasvase del módulo y de los pilotos a otras fechas remotas no afectaba a la naturaleza física de los mismos ni tampoco al psiquismo o a la memoria de los tripulantes. Estos, mientras duró el «salto hacia atrás», fueron conscientes en todo momento de su propia identidad, recordando con normalidad a qué época pertenecían. En el grupo se discutió a fondo y con toda honestidad las gravísimas repercusiones que hubiera entrañado para una persona, o para una colectividad, la trágica circunstancia de que «alguien» de una época pasada pudiese resultar muerto en un enfrentamiento, por ejemplo, con alguno de nuestros exploradores. Si el principio causa-efecto respondía a una realidad, los resultados históricos podían ser funestos.

De ahí que nuestra misión -por encima de todo- sólo podía aspirar a la observación y análisis de los hechos, personajes o épocas elegidos. Y no era poco...
Por fortuna para el proyecto Caballo de Troya, nuestras relaciones con el Estado de Israel eran inmejorables, en especial a partir de la guerra de los Seis Días. Era primordial para la ejecución del «gran viaje» que la «cuna» pudiera ser trasladada a Palestina y ubicada en el «punto de contacto» elegido. Todo ello -además- sin levantar sospechas. Pero poco puedo referir sobre estas gestiones, que pesaron íntegramente sobre las espaldas del general Curtiss.

Golda Meir
Sólo al final, cuando apenas faltaban dos meses para la cuenta atrás, los más allegados al jefe del proyecto supimos de los obstáculos surgidos, de las duras condiciones impuestas por el Gobierno de Golda Meir y de los fallidos, pero irritantes intentos de la CIA por hacerse con el control de la operación.

Aquellos combates en la oscuridad de los despachos y de la burocracia estatal pasaron inadvertidos para mí y para el resto del equipo, enfrascados en la última fase de los preparativos de la aventura. (Ahora doy gracias al Cielo por esta supina ignorancia...)
El resto de 1971, así como la casi totalidad de 1972, mi centro de operaciones cambió notablemente. Durante esos dos años, mi tiempo se repartió entre el pueblecito de Malula, la universidad de Jerusalén y la base de Edwards. La Operación Caballo de Troya contemplaba dos fases perfectamente claras y definidas.
Una primera, en la que el módulo sufriría el ya conocido proceso de inversión de masa, forzando los ejes del tiempo de los swivels hasta el día, mes y año previamente fijados. En este primer paso, como es lógico, mi compañero y yo permaneceríamos a bordo hasta el «ingreso» en la fecha designada y definitivo asentamiento en el Punto de contacto.
La segunda -sin duda la más arriesgada y atractiva- obligaba al abandono de la «cuna» por parte de uno de los exploradores, que debía mezclarse con el pueblo judío de aquellos tiempos, convirtiéndose en testigo de excepción de los últimos días de la vida de Jesús el Galileo. Ese era mi «trabajo».



Este cometido -en el que no quise pensar hasta llegado el momento final- me obligó durante esos años a un febril aprendizaje de las costumbres, tradiciones más importantes y lenguas de uso común entre los israelitas del año 30.
Buena parte de esos 21 meses los dediqué a la dura enseñanza de la lengua que hablaba Cristo: el arameo occidental o galilaico. Siguiendo los textos de Spitaler y de su maestro en la universidad de Múnich, Bergsträsser, no fue muy difícil localizar los tres únicos rincones del planeta donde aún se habla el arameo occidental: la aldea de Ma’lula, en el Antilibano, y las pequeñas poblaciones, hoy totalmente musulmanas, de Yubb'adin y Bah'a, en Siria1.
Y aunque el árabe ha terminado por saltar las montañas del Líbano, contaminando el lenguaje de los tres pueblos, la fonética y morfología siguen siendo fundamentalmente arameas.

Ma´lula, Antilibano (Siria)
1 Como información complementaria puedo añadir que el acceso a la aldea de Ma'lula -al menos en los años 1971 y 1972- podía efectuarse por la carretera de Damasco a Homs. Al alcanzar el kilómetro cincuenta hay que tomar un desvío a la izquierda. Tras remontar nueve kilómetros de pendiente aparece ante la vista un monasterio católico de monjes basilios. Al pie de ese monasterio se encuentra Ma'lula, con sus escasos mil habitantes. Toda la población era católica. La iglesia está a cargo de un sacerdote libanés que habla árabe. En esta lengua, precisamente, se desarrolla la liturgia, aunque el lenguaje del pueblo es el arameo occidental, muy mezclado ya por el propio árabe y otras palabras y expresiones turcas, persas y europeas. (N. del m.)

Una oportuna documentación que me acreditaba como antropólogo e investigador de lenguas muertas por la universidad de Cornell, me abrió todas las puertas, pudiendo completar mis estudios en la universidad de Jerusalén. Allí contrasté mis conocimientos del arameo galilaico, aprendido entre las sencillas gentes del Antilíbano, con otras fuentes como el Targum palestino y el arameo literario de Qumrán, el nabateo y palmireno.
Por último -como complemento- mi preparación se vio enriquecida con unas nociones básicas pero suficientes del griego y el hebreo míshnico, que también se hablaban en la Palestina de Cristo.

Recorrí infinidad de veces los llamados por los católicos Santos Lugares, aunque era consciente de que aquel reconocimiento del terreno de poco iba a servirme a la hora de la verdad...
Tampoco quise profundizar excesivamente en los textos bíblicos en los que se narra la pasión, muerte y resurrección del Salvador. Por razones obvias, preferí enfrentarme a los hechos sin ideas preconcebidas y con el espíritu abierto. Si mi obligación era observar y transmitir la verdad de lo que ocurrió en aquellos días, lo más aconsejable era conservar aquella actitud limpia y desprovista de prejuicios.
Al retornar a la base de Edwards, a finales de 1972, todo eran caras largas. Pronto supe -y la confirmación final llegó de labios del propio Curtiss- que, a pesar de las gestiones, al más alto nivel, el Gobierno israelí no daba su autorización para la entrada en su país de la «cuna» y del resto del sofisticado equipo. Lógicamente, tenían derecho a saber de qué se trataba y el jefe del proyecto Caballo de Troya tampoco había dado facilidades para solventar este extremo de la cuestión.

El más estricto sentido de la seguridad, sin embargo, hacía inviable que el general pudiera advertir a los israelitas sobre la auténtica naturaleza de la operación. ¿Qué podíamos hacer? Después de un agitado diciembre -en el que, sinceramente, llegamos a temer por el éxito del «gran viaje»- el Pentágono, siguiendo las recomendaciones de Curtiss, planeó una estrategia que doblegó a los judíos. Desde 1959, tanto la Unión Soviética como nuestro país venían desarrollando un programa secreto de satélites espías destinados a una mutua observación de todo tipo de instalaciones militares, industriales, agrícolas, urbanas, etc. Estos «ojos volantes» fueron ganando en penetración, especialmente a partir de los llamados «satélites de la tercera generación» en 1966. En una cuarta generación, el Pentágono con la colaboración de empresas especializadas en fotografía (la Eastman Kodak, la Itek Corporation y la Perkin-Elmer) había conseguido situar en órbita un nuevo modelo de satélite (la serie Big Bird), cuyo instrumental era capaz de fotografiar, a 150 kilómetros de altura, los titulares del periódico de un hombre que estuviera sentado en la plaza Roja de Moscú. A pesar de la gran reserva del National Reconnaissance Office -un departamento especializado y responsable de este tipo de informaciones, con sede en el propio Pentágono- algunas de las características del Big Bird terminaron por filtrarse entre los servicios de Inteligencia de otros países.

El Gobierno de Golda Meir había presionado en numerosas ocasiones para que la precisa red de nuestros satélites espías pudiera proporcionarles información gráfica de los movimientos de tropas, asentamiento de rampas, nuevas construcciones, etc., de los países árabes. Pues bien, aquélla fue nuestra oportunidad.
Desde hacía aproximadamente año y medio -desde comienzos de 1971- el Pentágono había empezado a trabajar en un nuevo diseño de satélites Big Bird: el KH II.

Curtiss, previa autorización del Alto Estado Mayor del Ejército de los Estados Unidos y tras entrevistarse personalmente con el presidente Nixon y el secretario de Estado Kissinger, voló nuevamente a Jerusalén. Esta vez sí ofreció a la primer ministro, Golda Meir, y a su ministro de la Guerra, el legendario Moshe Dayan, una explicación «satisfactoria»: dentro del más riguroso de los secretos, EE.UU. deseaba colaborar con el país amigo -Israel- montando un laboratorio de recepción de fotografías para sus Big Bird. De esta forma, los judíos podían disponer de un rápido y fiel sistema de control de sus enemigos y mi país, de una nueva y estratégica estación, que ahorraba tiempo y buena parte de la siempre engorrosa maniobra de recuperación de las ocho cápsulas desechables que portaba cada satélite y que eran rescatadas cada quince días en las cercanías de Hawai.



Desde un punto de vista puramente militar, la Operación resultaba, además, de gran interés para los Estados Unidos, que podían así fotografiar a placer franjas tan «inestables» (políticamente hablando) como las de las fronteras de la URSS con Irán y Afganistán y otras zonas de Pakistán y del Golfo Pérsico, pudiendo recibir cientos de negativos en la nueva estación «propia» (la israelita), a los tres minutos de haber sobrevolado dichas áreas1.


1 La serie de satélites artificiales Big Bird o Gran Pájaro -y en especial el prototipo KH II- pueden volar a una velocidad de 25 000 kilómetros por hora, necesitando un total de 90 minutos para dar una vuelta completa al planeta.
Como ésta oscila ligeramente durante ese lapso de tiempo (22 grados, 30 minutos), el Big Bird sobrevuela durante la vuelta siguiente una banda diferente de la Tierra y vuelve a su trayectoria original al cabo de 24 horas. Si el Pentágono «descubre« algo de interés, el satélite puede modificar su órbita, alargando el tiempo de revolución durante algunos minutos y haciéndolo descender a órbitas de hasta 120 kilómetros de altitud. Una diferencia de un grado y treinta minutos, por ejemplo, cada día, permite cubrir cada diez días una zona conflictiva, sobrevolando todas sus ciudades y zonas de «interés militar». Posteriormente, el Big Bird es impulsado hasta una órbita superior. (N. del m.)

Gracias a este sutil engaño, el general Curtiss y parte del equipo del proyecto Caballo de Troya, conseguían aterrizar a primeros de enero de 1973 en Tel Aviv. Para evitar sospechas, y de mutuo acuerdo con el Mossad (servicio de Inteligencia israelí), la USAF acondicionó un avión Jumbo, en el que habían sido eliminados los asientos, cargando en sus cabinas diez toneladas de instrumental «altamente secreto». Del falso reactor de pasajeros, camuflado, incluso, con los distintivos de la compañía judía El Al, descendió un nutrido grupo de aparentes y pacíficos turistas norteamericanos. Era el 5 de enero.
Lo que nunca supieron los sagaces agentes del servicio de Inteligencia israelí es que mezclada con el material para la estación de recepción de fotografías vía satélite, viajaba también nuestra «cuna»

El plan de Curtiss era sencillo. En un minucioso estudio elaborado en Washington por el CIRVIS (Communication Instruction for Reporting Vital Intelligence Sightings)2, con la colaboración del Departamento Cartográfico del Ministerio de la Guerra de Israel, la instalación de la red receptora de imágenes del Big Bird debía efectuarse en un plazo máximo de seis meses, a partir de la fecha de llegada del material. Los especialistas debían proceder -en una primera etapa- a la elección del asentamiento definitivo. Los militares habían designado tres posibles puntos: la cumbre del monte Olivete o de los Olivos -a escasa distancia de la ciudad santa de Jerusalén-; los Altos del Golán, en la frontera con Siria, o los macizos graníticos del Sinaí.

2 Instrucciones de Comunicación para Informar Avistamientos Vitales de Inteligencia. (N. del t.)

Astutamente, el general Curtiss había hecho coincidir la primera de las posibles ubicaciones de la estación receptora con nuestro punto de contacto para el «gran viaje». Mucho antes de que el Gobierno de Golda Meir obstaculizara la marcha de nuestra operación, los especialistas del proyecto Caballo de Troya habían estimado que el referido monte Olivete era la zona apropiada para la toma de tierra de la «cuna». Su proximidad con la aldea de Betania y con Jerusalén la habían convertido en el lugar estratégico para el «descenso». Y aunque los israelitas mostraron una cierta extrañeza por la designación de aquella colina, como la primera de las tres bases de experimentación, parecieron bastante convencidos ante las explicaciones de los norteamericanos. Israel se veía envuelto aún en numerosas escaramuzas con sus vecinos, los egipcios y sirios. De haber iniciado la instalación de la estación receptora por el Sinaí o por el Golán, los riesgos de destrucción por parte de la aviación enemiga hubieran sido muy altos.

Era necesario ganar tiempo y -sobre todo- adiestrar a los judíos en el manejo de los equipos con un amplio margen de seguridad y sin sobresaltos. Una vez localizado el asentamiento ideal, verificados los numerosos controles e instruidos los israelitas, el laboratorio entraría en la fase operativa, compartido siempre por ambos países. Eso suponía, según todos los indicios, un plazo de tiempo más que suficiente para nuestro trabajo.

Los judíos, en suma, aceptaron con excelente sumisión los consejos de los norteamericanos y colaboraron estrechamente en el transporte y vigilancia de los equipos. Los hombres de la Operación Caballo de Troya estaban de acuerdo desde mediados de 1972 en que el «punto de contacto» debía ser la pequeña plazoleta que encierra la mezquita octogonal llamada de la Ascensión del Señor. El alto muro que rodea la reliquia de la época de las cruzadas era el baluarte perfecto para esquivar las miradas de los curiosos. Curtiss, con el resto del grupo, habían previsto hasta los más insignificantes detalles.

Tel Aviv, Israel
La experiencia fue fijada Caballo de inexcusablemente para el día 30 de enero de 1973. Era el momento perfecto por varias razones: en primer lugar, porque el montaje de los equipos electrónicos de la estación receptora del Big Bird debería iniciarse entre el 20 y 25 de ese mismo mes de enero. En segundo término, porque, en esas fechas, la afluencia de peregrinos a los Santos Lugares experimentaría un notable descenso. Por último, porque el grupo deseaba honrar así la memoria de uno de los hombres más grandes de la humanidad: Mahatma Gandhi. Justamente en ese 30 de enero de 1973 se celebraría el 25 aniversario de su muerte. Por supuesto, la razón primordial era la primera. Caballo de Troya necesitaba una semana para el ensamblaje y chequeo general de la «cuna». El general Curtiss, a la hora de redactar el proyecto de instalación del laboratorio receptor de fotografías vía satélite, había impuesto una condición que fue entendida y aceptada por Golda Meir y su gabinete: dado el carácter altamente secreto de los scanners ópticos utilizados y de algunos elementos electrónicos, el montaje del instrumental debería correr a cargo -única y exclusivamente- de los norteamericanos. La seguridad y vigilancia interior de la estación, mientras durase esta fase, sería misión ineludible de los Estados Unidos. El Gobierno de Israel tendría a su cargo la protección exterior, pudiendo participar en el proyecto una vez ultimado dicho ensamblaje. Esta argucia no tenía otra justificación que mantener alejados a los judíos, permitiéndonos así el desarrollo completo de nuestro verdadero programa.


El salto en el tiempo -programado, como digo, para el martes, 30 de enero- había sido limitado a un total de once días. Caballo de Troya disponía, por tanto, de un máximo de tres semanas para la puesta a punto de la «cuna», para la ejecución de la aventura propiamente dicha y para el no menos delicado retorno.
Varios días antes de que el falso grupo de turistas norteamericanos partiese de EE. UU. con destino a Tel Aviv, Moshe Dayan había dado las órdenes oportunas para que su servicio secreto activase una minioperación, de escasa envergadura, pero vital para la «toma de posesión» de la citada mezquita de la Ascensión. Era preciso que nuestros técnicos pudiesen trabajar en el interior de dicha plazoleta, sin levantar sospechas entre la población y mucho menos entre los musulmanes, responsables del culto en el tabernáculo octogonal que se levanta en el centro del recinto.

En aquellos días, tanto la OLP (Organización para la Liberación de Palestina), como los servicios secretos egipcios (el Mukhabarat el Kharbeiyah), en perfecta conexión con los agentes soviéticos que todavía operaban en El Cairo, habían desplegado una intensa oleada terrorista en Israel. Las bombas «postales» estaban de moda y raro era el día en que no se detectaba o estallaba uno de estos mortíferos artefactos en Jerusalén, Tel Aviv o en el resto del país. (Justamente la víspera de nuestra operación -29 de enero- se recibieron en distintas dependencias y organismos de la ciudad de Jerusalén un total de nueve de estas bombas «postales».)
El plan del eficacísimo servicio secreto israelí (El Mossad) se consumó en la tarde del 1 de enero. Una pareja de jóvenes agentes, con todo el aspecto de turistas, «olvidó» un sospechoso maletín junto a los recios muros del tabernáculo de la Ascensión. El propio Mossad se encargó de dar la alarma y en cuestión de minutos, la plazoleta y el octógono fueron desalojados, mientras un equipo de especialistas en desactivación de explosivos se encargaba de «inspeccionar» y hacer estallar allí mismo el paquete-bomba de los supuestos terroristas. El suceso, dada la naturaleza del lugar y previo acuerdo con los responsables de la custodia de los
Santos Lugares, fue ocultado a los medios informativos.

Tal y como habían previsto los israelitas de Dayan, la explosión apenas si provocó daños en las paredes exteriores de la mezquita. Sin embargo, en una rutinaria pero obligada inspección del resto del octógono, agentes del Mossad -haciéndose pasar por arquitectos de la División de Zapadores del Ejército- «descubrieron» y enseñaron a los custodios del lugar unas placas o radiografías de los cimientos de la cara este de la mezquita, seriamente afectados por el atentado. Aquello dejó confundidos a los musulmanes. Pero El Mossad lo tenía todo previsto. En un gesto de «buena voluntad» -y ante el desconcierto de los árabes- el vicepresidente judío, Ygal Allon, convocó a los responsables de la mezquita, informándoles que el Gobierno había tomado la decisión de reparar los daños, «como muestra de buena fe». La inminente proximidad de la Pascua judía y de la Semana Santa católica justificó a las mil maravillas las inusitadas prisas del Gobierno de Golda Meir por acometer la reparación del monumento.


Nadie podía sospechar que, bajo aquella oportuna y aparente maniobra política de los judíos, se amparaba una doble intención. La comedia resultó sencillamente perfecta. Aunque los cimientos de la mezquita se hallaban intactos, nadie se atrevió a poner en duda los informes de los supuestos arquitectos.  A las cuarenta y ocho horas de la explosión, una «división especial», integrada por arqueólogos y expertos de la universidad de Jerusalén, de la Escuela Bíblica y Arqueológica francesa de la Ciudad Santa y del Museo de Antigüedades de Amman, inició los trabajos de excavación en torno al perímetro de la pequeña mezquita, ante el beneplácito de los árabes.
Sinceramente, nunca supimos cómo el Servicio Secreto israelí se las ingenió para «embarcar» a dicho grupo en semejante labor de restauración. En algunos momentos, incluso, llegamos a sospechar que aquellos discretos y diligentes arqueólogos no eran otra cosa que hombres del Mossad.

El caso es que, cuando el general Curtiss y el resto del proyecto Caballo de Troya giramos una primera visita de inspección a la plazoleta de la Ascensión, los obreros habían abierto zanjas junto a la mezquita, levantando dos grandes barracones; uno a cada lado del octógono y de acuerdo con las medidas previamente facilitadas por Curtiss al ejército de Dayan. Los 71 pies de diámetro de la plazoleta, cercada por un muro de piedra de otros nueve píes de altura, eran más que suficientes para nuestros propósitos y, por supuesto, para la instalación del laboratorio receptor de fotografías.

Desde el 7 de enero, de una forma escalonada y aprovechando las constantes entradas y salidas de material, los israelitas y norteamericanos se las arreglaron para introducir en los barracones la totalidad del material secreto.
Una semana después, con el lógico regocijo de Curtiss y de la totalidad de los científicos y militares que habíamos tomado parte en el transporte del instrumental, todo estaba dispuesto para el supuesto ensamblaje de la estación receptora del Big Bird. Aquello significó un adelanto de casi siete días en el programa.

Monte de los Olivos

A partir del 15 de enero, el jefe del proyecto Caballo de Troya comunicó a las autoridades militares israelitas que los ingenieros norteamericanos se disponían a iniciar los trabajos de montaje del laboratorio y que, en consecuencia y de acuerdo con lo pactado, el acceso a los barracones quedaba rigurosamente prohibido a la totalidad del personal no americano. Los judíos se retiraron al exterior del recinto, manteniéndose, no obstante, un pasillo neutral por el que pudieran circular los «arqueólogos», cuyo cometido no debía ser suspendido bajo ningún concepto. Si los árabes llegaban a intuir que aquellas obras de reparación de su mezquita no eran otra cosa que una «tapadera» para ocultar otros objetivos puramente militares, Caballo de Troya y la propia ubicación de la estación receptora se habrían visto en una situación muy comprometida.

Los equipos de restauración, por tanto, prosiguieron con su misión, a los pies de los muros del octógono, mientras nosotros desembalábamos el material, entregándonos a una frenética tarea de montaje de la «cuna»
                                                                                                                                                                                                                                                                          Pero la alegría del general y tambien la nuestra iban a sufrir un súbito revés. Los venenosos tentáculos de la CIA -nunca supimos cómo- habían tocado y detectado la operación conjunta judionorteamericana y la Defense Intelligence Agency1 estaba presionando para que Kissinger les pusiera al corriente. Las sucesivas negativas del secretario de Estado crearon fuertes tensiones entre la CIA y los reducidos círculos militares del Pentágono que estaban al tanto de la misión. La situación fue tan insostenible que el general Curtiss fue reclamado a Washington, a fin de apaciguar los ánimos e intentar hallar una solución.

1 Agencia de Inteligencia de la Defensa. (N. del t.)

Mientras tanto, el resto del equipo Caballo de Troya siguió en su empeño, aunque con los ánimos encogidos por la cercanía de la siempre peligrosa sombra de la CIA. En este caso, la manifiesta habilidad de Curtiss no sirvió de gran cosa. El director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), Richard Helms, no estaba dispuesto a ceder. Ante la gravedad de los acontecimientos, y por sugerencia expresa de Kissinger, el presidente Nixon «aconsejaría» pocos días después que Helms dimitiera como director de la CIA. Con el fin de reforzar la confianza del Pentágono, el 4 de enero era designado el general e íntimo colaborador de Curtiss, Alexander Haig, como vicejefe del Alto Estado Mayor del Ejército de los Estados Unidos. Los periódicos publicaron entonces que la dimisión del director de la CIA se debía a «profundos desacuerdos de Helms con Kissinger en asuntos relacionados con la seguridad del Estado». No iban descaminados, aunque nunca supieron las verdaderas razones de aquella drástica «operación quirúrgica» en la cúspide de la Agencia Central de Inteligencia y del Alto Estado Mayor del Ejército de Estados Unidos.


Una vez capeado el temporal, Curtiss regresó a Jerusalén, reincorporándose a los últimos preparativos de la que -sin duda- iba a ser una de las más grandes aventuras de la Historia de la Humanidad.
El 25 de enero de 1973, la «cuna» reposaba ya en el centro del barracón principal. Había sido montada en su totalidad, excepción hecha de los cuatro puntos de apoyo. Estos, por elementales razones de prudencia, no serían ensamblados hasta pocas horas antes del despegue. Un hábil dispositivo hidráulico permitía una total apertura de la techumbre del improvisado hangar en el que se desarrollaban nuestras operaciones. De esta forma, y según lo previsto, el lanzamiento del módulo en la noche del 30 de enero no tendría por qué presentar especiales dificultades.
Supongo que la persona que lea este diario se preguntará cómo un artefacto de las características de nuestra «cuna» podía elevarse sobre el monte Olivete sin llamar la atención de la población y del ejército israelita. Mucho antes de poner en marcha esta operación, el proyecto Swivel había incorporado a sus módulos -como condición básica para todas o casi todas las misiones futuras- un sistema de emisión permanente de radiación infrarroja. La «cuna», en el caso que me ocupa, disponía de una especie de «membrana» exterior que recubría la totalidad del vehículo y cuyas funciones -entre otras que no puedo especificar- eran las siguientes1:

1. ª Apantallamiento del módulo, mediante un «escudo» o «colchón» de radiación infrarroja (por encima de los 700 nanómetros).
Esta fuente de luz infrarroja hacía invisible la totalidad del aparato, pudiendo maniobrar por encima de cualquier núcleo humano sin ser vistos. Como apuntaba anteriormente, este requisito era del todo imprescindible para nuestras observaciones, no lastimando así el ritmo natural de los individuos que se pretendía estudiar o controlar.

2. ª Absorción -sin reflejo o retorno- de las ondas decimétricas, utilizadas fundamentalmente en los radares. (En el caso de las pantallas militares israelitas, estos dispositivos de seguridad fueron previamente ajustados a las ondas utilizadas por tales radares: 1 347 y 2 402 megaciclos.) Este sencillo procedimiento anulaba la posibilidad de localización electrónica del módulo, mientras era elevado a 800 pies, punto ideal para la inmediata fase de inversión de masa.

3. ª La «membrana» que cubre el blindaje exterior de la «cuna» (cuyo espesor total es de 0,0329 metros) debía provocar una incandescencia artificial que eliminase cualquier tipo de germen vivo y que siempre podían adherirse a su superficie. Esta precaución evitaba que tales gérmenes resultaran invertidos tridimensionalmente con la nave. Un involuntario «ingreso» de tales organismos en otro «tiempo» o en otro marco tridimensional hubiera podido acarrear imprevisibles consecuencias de carácter biológico. En cuanto al inevitable rugido del motor a chorro J85, que debía situarnos en el «estacionario» ya mencionado, los científicos habían logrado reducirlo a un afilado silbido, mediante la incorporación de potentes silenciadores.

1 Como información puramente descriptiva puedo decir que dicha membrana o cubierta de la «cuna» posee unas propiedades de resistencia estructural muy especiales. Una finísima red vascular, por cuyos conductos fluye una aleación licuable, mantiene activa la membrana. (Algunos de sus elementos -para que se hagan una idea- no ocupan volúmenes superiores a 0,07 milímetros cúbicos, estando compuestos, a su vez, por microdispositivos fabricados a escala celular.)
Este recubrimiento poroso de la «cuna» -de composición cerámica goza de un elevado punto de fusión: 7 260,64 grados centígrados, siendo su Poder de emisión externa igualmente muy alto. Su conductividad térmica, en cambio, resulta muy baja: 2,07113 10-6 « Col/Cm/s/oC/. (Para esta membrana es muy importante que la ablación se mantenga dentro de un margen de tolerancia muy amplio.) Para ello se utiliza un sistema de enfriamiento por transpiración, en base al litio licuado. Además, fue provista de una fina capa de platino coloidal, situada a 0,0108 metros de la superficie externa. (N. del m.)

Bang sónico

Otra cuestión -imposible de solventar hasta ese momento- era el «trueno» provocado en el instante de la inversión de masa de la «cuna». Afortunadamente para nosotros, ese estampido podía ser atribuido a cualquiera de los cazas israelitas que evolucionaban día y noche sobre el territorio y que al cruzar la barrera del sonido desequilibraban las moléculas del aire, dando lugar a lo que en términos aeronáuticos se conoce como un «bang sónico»1.

1 Para un hipotético observador que se encontrase a corta distancia de nuestro módulo -y suponiendo que hubieran sido desactivados los sistemas infrarrojos de camuflaje- en el instante de la denominada inversión de masa, aquél tendría la sensación de que la nave había sido «aniquilada». Nada más lejos de la realidad. Como ya he reiterado en otras oportunidades, en el instante en que todos los swivels correspondientes al recinto limitado por la membrana cambian los ejes en el marco tridimensional en que está situado el observador, toda la masa integrada en dicho recinto deja de poseer existencia física. No es que dicha masa sea «aniquilada», puesto que el substrato de tal masa la constituyen los swivels. Dicho de otro modo: la masa deberá interpretarse como una especie de plegamiento de la urdimbre de los Swivels. Nuestros científicos interpretan este fenómeno como si la orientación de esta «depresión» o «pliegue» de las entidades constitutivas del espacio cambiase de sentido, de modo que los órganos sensoriales o los instrumentos físicos del observador no son capaces de captar tal cambio.
En ese instante -que podemos llamar To- el vacío en el recinto es absoluto. No ya una sola molécula gaseosa, y por supuesto cualquier partícula sólida o líquida, sino ni siquiera una partícula subatómica (protón, neutrino, fotón, etc.) pueden localizarse probabilísticamente en dicho recinto o módulo. Dicho con otras palabras: la función de probabilidades nula en To. Sin embargo, tal situación inestable dura una fracción infinitesimal de tiempo. El recinto se ve invadido consecutivamente por cuantums energéticos. (Es decir, se propagan en su seno campos electromagnéticos y gravitatorios de distintas frecuencias.) Inmediatamente es atravesado por radiaciones iónicas y, al final, se produce una implosión, al precipitarse el gas exterior en el vacío dejado por la estructura «desaparecida». (N. del m.)


Como había ocurrido en las seis pruebas precedentes, en el desierto de Mojave, el cada vez más cercano lanzamiento del módulo alteró nuestros ánimos. Curtiss procuró que mi compañero de viaje y yo nos apartáramos durante un par de días de la mezquita de la Ascensión Pero nuestros pasos terminaban siempre por conducirnos hasta el hangar. Tres días antes del inicio del «gran viaje», el jefe de Caballo de Troya nos convocó a una última reunión, en la que repasamos las líneas maestras de la operación. Curtiss parecía obsesionado por nuestra seguridad. Ambos conocíamos nuestras respectivas obligaciones, pero la insistencia del general nos inquietó. ¿Qué podía estar ocultando el director del proyecto Swivel? Meses después de aquella experiencia, mi «hermano» y yo tuvimos ocasión de conocer la verdadera razón de su inquietud...

La estrategia a seguir en el «descenso» al tiempo de Jesús de Nazaret había sido meditada a fondo. Una vez en tierra, y tras varias horas de revisión de controles, mi compañero de módulo
-a quien de ahora en adelante llamaré «Elíseo»- deberla permanecer durante los once días de exploración al mando de la «cuna». Sólo en caso de alta emergencia podría abandonar la nave.
Mi papel, como creo que ya he insinuado, exigía el desembarco a tierra y la aproximación al Maestro de Galilea, a quien debería seguir y observar durante todo el tiempo que me fuera posible.

Con el fin de evitar una posible tentación por parte de los exploradores de rebasar el tiempo fijado para la operación, el ordenador central de la «cuna» había sido previamente programado -sin posibilidad alguna de prórroga o anulación de dicho programa- para el despegue automático y el retorno de los ejes del tiempo de los swivels a las 7 horas del 12 de febrero de 1973. En esos instantes, todo estaría preparado en el recinto de la mezquita de la Ascensión para el reingreso del módulo y su fulminante desmantelamiento.
Mientras durase la aventura, los hombres de Curtiss darían por concluido, en el segundo barracón, el montaje del laboratorio receptor de fotografías del Gran Pájaro. Esto permitiría una rápida evacuación del material de Caballo de Troya, así como la entrada del personal israelí en los hangares.

Henry Kissinger
Antes de levantar aquella última sesión de trabajo, Curtiss nos comunicó que –de conformidad con el Pentágono y, por supuesto, con Kissinger- 24 o 36 horas antes del despegue la atención mundial seria centrada a miles de millas de Jerusalén, reforzando así las medidas de seguridad de nuestro salto hacia el siglo I.

Efectivamente, tal y como había anunciado el general, el 28 de enero de 1973, y después de «intensos esfuerzos por ambas partes», los Estados Unidos y Vietnam firmaban en París el definitivo acuerdo que prometía poner fin a la trágica guerra...
El 30 de enero, Elíseo y yo apenas si salimos del hangar. La casi totalidad de la jornada transcurrió en el interior de la «cuna», revisando los equipos. Mi compañero tuvo que someterse a una última y delicada operación: la inserción en el recto de una reducida sonda, dispuesta para recoger las heces fecales. Éstas, tratadas previamente con unas corrientes turbulentas de agua a 38 grados centígrados, serian succionadas durante los once días de su obligada permanencia en el módulo por un dispositivo miniaturizado que fue acoplado a sus nalgas. De esta forma, las heces son descompuestas en sus elementos químicos básicos. Parte de éstos son gelificados y transmutados en oxígeno e hidrógeno, sirviendo así para la obtención sintética de agua, que es recuperada y devuelta al ciclo orina-agua para la ingestión.

El resto de los elementos es convertido en lodo y expulsado en forma gaseosa al exterior. En mi caso, este dispositivo para la defecación no era aconsejable, ya que una de las normas básicas de conducta para los exploradores que debían trabajar en el exterior era la de portar el equipo mínimo imprescindible y siempre oculto a la vista de los posibles observadores.
Sí debía llevar, sin embargo, lo que en el argot de Caballo de Troya llamábamos la «piel de serpiente». Mediante un proceso de pulverización, el explorador cubría su cuerpo desnudo con una serie de distintos aerosoles protectores, formando una epidermis artificial y milimétrica, capaz de proteger zonas vitales tanto de una posible agresión mecánica como bacteriológica.

Aunque esta segunda piel podía adherirse a la totalidad del cuerpo, en razón a la indumentaria que debía vestir, el jefe del proyecto estimó que la coraza -transparente y de extrema elasticidad- debía ser limitada desde los órganos genitales a las respectivas áreas del cuello que protegen a ambas arterias carótidas.
Este eficacísimo traje protector -que algún día resultará de gran utilidad a nuestros astronautas, submarinistas, etc.-, puede resistir, a la manera de los anticuados chalecos antibala, impactos como el de un proyectil (calibre 22 americano), a veinte pies de distancia, sin interrumpir por ello el proceso normal de transpiración y evitando, como digo, la filtración a través de los poros de agentes químicos o biológicos.


El proyecto Swivel había desarrollado -en especial para los astronautas de la fascinante operación Marco Polo- otros dispositivos que harían palidecer de envidia a los técnicos de la NASA. He aquí algunos de los más sugestivos: Los ojos y boca de los exploradores a otros marcos tridimensionales de nuestra galaxia pueden ir protegidos con un sistema absolutamente revolucionario. Los primeros, por ejemplo, van equipados con un sistema óptico -formado por lentes de gas- que, perfectamente controladas por un ordenador, permiten la adecuación de la visión tanto en un medio atmosférico adverso como en el vacío de los espacios siderales.

Los oídos de los astronautas, por otra parte, pueden llevar incorporadas sendas cápsulas acústicas miniaturizadas, excitadas por un equipo receptor por ondas gravitatorias. Estos dispositivos sirven para transmitir cortos mensajes entre los componentes de un grupo o, como en nuestro caso, para sostener una permanente comunicación durante los once días que iba a durar la aventura. Gracias a estas «cabezas de cerillas» -fácilmente ocultas en el interior del oído- tanto Elíseo como yo pudimos saber el uno del otro, sin necesidad de cargar con incómodos aparatos de radio, que hubieran quebrantado, por otra parte, la estricta pureza de la exploración.

En cuanto a la alimentación, en el caso de viajes de larga duración, los astronautas son dotados de un doble tubo que conduce, por un extremo, a un dispositivo especial ubicado en la región lumbar y, por el otro, a un mecanismo sumamente frágil y sujeto al labio inferior. El tubo está preparado en su interior con una red de cilios mecánicos que impulsan lentamente unas cápsulas que encierran diversos alimentos concentrados. Estas son de sección elíptica y van protegidas por una delgadísima película gelatinosa muy soluble en la saliva. El párpado del astronauta, abierto y cerrado una serie secuencial de veces, envía una señal codificada al equipo de la zona lumbar y las cápsulas son impulsadas hasta la boca. La otra conducción transporta un suero nutritivo, con diferentes concentraciones reguladas. Por último, unas cápsulas alojadas en las fosas nasales generan oxígeno y nitrógeno, partiendo de transmutación del carbono puro. Además, el C02 es captado por el mismo dispositivo y descompuesto en sus elementos básicos: carbono y oxígeno y convertidos, el primero con liberación energética que se utiliza para el caldeo de la epidermis.

Aunque nuestro módulo iba preparado con estos equipos, en realidad apenas si fueron utilizados, a excepción de la «piel de serpiente» y del sistema de transmisión auditiva. La «cuna» había sido dotada con una reserva especial de agua y alimentos, suficiente para ambos expedicionarios durante un período de tiempo algo superior a los catorce días. Por mi parte, el problema de la dieta alimenticia no revestía excesivas complicaciones. En mi intenso entrenamiento durante los dos años precedentes, había aprendido los esquemas del régimen alimenticio de los judíos, así como el de los gentiles que convivían en aquellos tiempos con los pobladores de la Judea. Como extranjero -mi atuendo y costumbres habían sido fijados por Caballo de Troya como los de un comerciante griego en vinos y madera-, sabía perfectamente cuáles eran mis limitaciones en este sentido, No obstante, en el supuesto de una emergencia, siempre existía el recurso por mi parte de un retorno al módulo.



Mi única salida fuera del hangar fue al atardecer de aquel inolvidable martes. Sin saber por qué, sorteé el andamiaje de los arqueólogos que venían trabajando en la restauración de la mezquita y me introduje en el interior del octógono.
Era extraño. Allí, solitario frente a las tres pequeñas velas que alumbran la piedra en la que - según la piadosa imaginación de los peregrinos católicos- aún se ve la huella de un pie que se eleva, me pregunté por qué Caballo de Troya había elegido precisamente la mezquita de la Ascensión de Cristo a los cielos como nuestro punto de partida para aquella otra ascensión...

En silencio, Eliseo y yo abrazamos a Curtiss y al resto de los compañeros. No hubo muchas palabras en aquella despedida. Todos éramos conscientes del momento histórico que protagonizábamos y de los oscuros peligros que podían aguardarnos al «otro lado».
-Hasta el 12 de febrero... -murmuró el general con un punto de emoción en sus palabras.
-¡Suerte! -añadieron los hombres de Caballo de Troya.
Y a las 23 horas (G.M.T., hora Greenwich), la «cuna» comenzó a elevarse hacia un firmamento blanqueado por las estrellas.
En treinta segundos alcanzamos la cota de 800 pies, llevando a cabo el estacionario del módulo. Todos los sistemas funcionaban según el plan previsto.
Aunque nuestra nave no iba a viajar por el espacio -tal y como ocurriría meses después con los expedicionarios del proyecto Marco Polo- Eliseo y yo, siguiendo las especificaciones del jefe de la Operación Swivel, teníamos la misión de probar uno de los trajes espaciales, especialmente diseñados para los procesos de inversión de ejes de los swivels y para una mejor resistencia en las fortísimas aceleraciones1.

1 El «gran viaje» al año 30 de nuestra Era -como he citado oportunamente-, no suponía un traslado físico por el espacio o por otros marcos tridimensionales, tal y como los humanos concebimos habitualmente los viajes. Sin embargo, en expediciones inmediatamente posteriores a la nuestra -como fue el caso de Marco Polo- los astronautas si se vieron sometidos a la dinámica de estas fortísimas aceleraciones, alcanzando en algunos momentos hasta 245 metros por segundo cada segundo. Y aunque estos picos de gradientes en la función velocidad duraron fracciones de segundo, tanto la nave como el grupo de pilotos tuvieron que ser debidamente protegidos. No voy a entrar ahora en los pormenores de dicha aventura, pero sí resumiré, a título puramente descriptivo, algunas de las extraordinarias características de los trajes espaciales, probados por mi compañero y yo y que habían sido diseñados y desarrollados - en parte- por la Hamilton Standard División de la United Aircraft, en Windson Locks (Connecticut).

Este traje consta de una membrana sumamente compleja que rodea periféricamente el cuerpo del astronauta, sin establecer contacto mecánico alguno con la piel del piloto. Ese espacio que media entre la superficie interna del traje espacial y la epidermis humana está rigurosamente controlado en función del grado de vasodilatación capilar de dicha piel, así como de su transpiración. De este modo, la temperatura corporal mantiene su valor normal, permitiendo al viajero desarrollar su actividad física. Los componentes del medio interno son regulados en función de la información que brindan detectores de la actividad fisiológica de los aparatos respiratorio y circulatorio, así como de la epidermis.
Los equipos de control fisiológico han sido dotados de sondas que verifican casi todas las funciones orgánicas, sin necesidad de introducir dispositivos accesorios en el interior de los tejidos orgánicos. Desde la actividad muscular y la valoración de los niveles de glucosa y ácido láctico hasta el control de la actividad neurocortical, que suministra datos precisos sobre el estado psíquico del sujeto, así como toda la gama de dinamismos biológicos, son registrados y canalizados a través de casi 2,16.106 «túneles» o «redes» informativos. Un computador central las compara con patrones estándar, dictando las respuestas motrices correspondientes. Este traje va provisto, en el rostro del astronauta, de una ampliación -en forma troncocónica- que permite una visión natural o artificial. La base de dicho tronco, abarcable desde el ojo con un ángulo de 130 grados sexagesimales, se encuentra a una distancia de 23 centímetros. Se trata en realidad de una pantalla que permite la visión artificial, en casos concretos del viaje. Va provista en toda su superficie de unos 16 107 centros excitables, capaces de radiar individualmente, y con distintos niveles de intensidad, todo el espectro magnético, entre 3,9 ∙ 1014 ciclos por segundo. La visión binocular se consigue  gracias a la disposición prismática de cada núcleo emisor. La excitación de caras opuestas de modo que cualquiera de los ojos no tenga acceso a la imagen o mosaico del otro se consigue por un método muy complejo.

Una sonda registra los campos eléctricos generados por los músculos oculares de ambos ojos (auténticos electromiogramas) y el ordenador central del módulo conoce así en cada instante la orientación del eje pupilar. Por otra parte, los prismas excitables que integran la pantalla -de dimensiones microscópicas- están situados en la superficie de una capa de emulsión viscosa que les permite el libre giro. Estos prismas están controlados mecánicamente por medio de un campo magnético doble, de modo que la mitad obedece a una componente horizontal del campo y los restantes, a la transversal. Así, uno y otro grupo orientan sus caras independientemente, al igual que dos persianas orientan sus láminas cuando se tira de las cuerdas que regulan el ángulo para la entrada de la luz. (En este caso, las «cuerdas» serían ambos campos magnéticos y el factor motor, la respuesta del computador central a los micromovimientos musculares del globo ocular.)

La percepción binocular ofrece imágenes de relieve normal, de modo que el astronauta cree estar viviendo un mundo real lejos de la envoltura y la masa gelatinosa que lo envuelve en determinados momentos del viaje. En determinadas fases del vuelo, en que la nave se ve obligada a experimentar grandes pendientes en la función velocidad, el interior del módulo se llena previamente de una masa viscosa en estado de gel. Se trata de un compuesto de bajo punto de gelificación, en suspensión hidrosol. Su coagulación en unos casos y regresión ulterior al estado «sol» coloidal se efectúa gracias a las características del disolvente empleado, puesto que para una temperatura umbral de 24,611 grados centígrados pasa a convertirse en un electrolito de elevada conductividad. Sus propiedades tixotrópicas son nulas, de forma que cualquier efecto dinámico en su seno -agitación, por ejemplo- no provoca su transformación en «sol». Entre otras funciones, esta jalea viscosa actúa como protector o amortiguador frente a los elevados picos de aceleración que experimenta el módulo en determinadas ocasiones. Una vez desaparecidas estas circunstancias, la masa gelificada es llevada mediante un doble efecto de cambio térmico e ionización controlada al estado de hidrosol, siendo bombeada al exterior de la cabina de mando. (N. del m.)



A las 23 horas y 3 minutos, el computador central accionaba electrónicamente el sistema de inversión axial de las partículas subatómicas de la totalidad de la «cuna», así como de la capa límite de la membrana exterior, empujando los ejes del tiempo de los swivels a unos ángulos equivalentes al retroceso deseado: 709 137 días. En otras palabras, al 30 de marzo del año 30.
Décimas de segundo después de la sustitución de nuestro antiguo sistema referencial de tres dimensiones por el nuevo tiempo, y según nos explicaron los hombres de Caballo de Troya a nuestro regreso, una fortísima explosión se dejó sentir sobre la cumbre del monte de los Olivos, con la consiguiente alegría de nuestros compañeros y el desconcierto de los israelitas.

30 DE MARZO, JUEVES

Fue quizás el instante de mayor tensión. Eliseo y yo, enfundados en nuestros trajes espaciales, percibimos cómo nuestros corazones aceleraban su frecuencia, hasta el umbral de las 150 pulsaciones. El ordenador marcaba las 23 horas, 3 minutos y 22 segundos del jueves, 30 de marzo del año 30. Habíamos «retrocedido» un total de 17 019 289 horas.
Poco a poco recuperamos el control de la frecuencia cardíaca centrándonos en la operación de mantenimiento del estacionario y en la revisión general de los sistemas. Nada parecía haber cambiado. La fuente exterior de luz infrarroja seguía apantallándonos y los altímetros marcaban los primitivos valores: cota de 800 pies sobre el terreno y oscilación nula en el módulo.


Durante el proceso infinitesimal de inversión de masa, la pila nuclear SNAP-10A había seguido alimentando el motor principal de turbina a chorro CF 200-2V. Nuestra posición en el espacio, por tanto, no había variado.
Una vez chequeados los circuitos principales, Eliseo y yo efectuamos un primer contacto visual de la zona. Al Oeste de nuestra posición, y a poco más de 1000 pies, divisamos un extenso núcleo luminoso. A pesar de las muchas horas de entrenamiento, la emoción nos dejó sin habla. Los radares confirmaban el perfil de un asentamiento humano, con un sin fin de construcciones de baja estructura y dos edificaciones de superior envergadura: una ubicada en la cara este de la ciudad -mucho más voluminosa-y otra al suroeste. Luego supimos que se trataba del gran complejo del templo y la torre Antonia y el palacio de Herodes, respectivamente. Nuestras suposiciones -a pesar de la cerrada oscuridad- eran correctas: aquellas luces amarillas y parpadeantes correspondían a la ciudad santa de Jerusalén.

La totalidad del núcleo urbano aparecía cerrado por una muralla. Un segundo muro, de características muy similares al que constituía el perímetro de la población dividía Jerusalén por su tercio norte, justamente desde la cara oeste del templo a la fachada norte del palacio herodiano.
Al este-sureste de nuestro módulo se apreciaban igualmente otros dos grupos de luces mortecinas, infinitamente más pequeños que el primero y situados prácticamente en la falda del monte sobre el que nos encontrábamos estacionados y que presumíamos como el Olivete.
Los equipos de ondas de 740 milímetros de longitud remitieron unas primeras y confusas imágenes de estos núcleos humanos, no siendo posible confirmar si -como sospechábamos- se trataba de las aldeas de Betania y Betfagé.

Tras aquel primer rastreo de nuestros inmediatos alrededores, mi hermano de exploración y yo ejecutamos la segunda fase del plan: una nueva inversión de masa, con el fin de polarizar los ejes de los swivels hasta la hora límite, que nos serviría de auténtico punto de partida para un posterior descenso sobre la cumbre del Olivete. A las 23 horas y 33 minutos, el módulo «retrocedió» en el tiempo, «apareciendo» 15 horas antes. Aunque el caudal del generador atómico nos hubiera permitido el mantenimiento de la nave en estacionario hasta el amanecer
del día siguiente, 31 de enero, los objetivos de la exploración recomendaban esta segunda inclinación de los ángulos del tiempo de los swivels hasta alcanzar las 8 horas y 33 minutos del
30 de enero del año 30. Aunque no deseo adelantar acontecimientos, nuestras fuentes informativas previas apuntaban al viernes, 31 de enero, como la fecha en que el Maestro de Galilea entró en Betania, procedente de la vecina ciudad de Jericó, situada a unos 34 kilómetros de la citada población de Betania, donde residía la familia de Lázaro. Si todo discurría con normalidad, yo debería estar allí con una antelación aproximada de veinticuatro horas.
¿Cómo poder describir aquel amanecer del 30 de enero sobre la vertical del monte de los Olivos?



El sol naciente había apagado las antorchas de Jerusalén, ofreciendo a nuestros atónitos ojos un inmenso racimo de casitas blancas y ocres, apretadas las unas contra las otras y rotas en mil direcciones por quebradas callejuelas. Y destacando sobre aquel mosaico, una formidable fortaleza rectangular, levantada en la cara este de la ciudad. Era el templo erigido por Herodes el Grande, con inmensas columnatas limitando espaciosos patios y atrios. Tal y como había descrito el historiador Flavio Josefo, una brillante cúpula -correspondiente al santuario resplandecía cual «montaña cubierta de nieve».

De norte a sur, al pie de la muralla este de Jerusalén, divisamos el cauce seco y afilado de una torrentera que identificamos como el Cedrón.
Hacia el este-sureste, ligeramente difuminada por una calina, se perdía en el horizonte la hoya del mar Muerto. Su superficie azul espejeaba tímidamente, resaltando como un milagro sobre las resecas y cenicientas ondulaciones del desierto de Judá. Mucho más al fondo, pérdidas en un verdiazul inverosímil, las estribaciones de Moab.
Alborozados, Eliseo y yo descubrimos junto al vértice sur de las murallas de la ciudad santa el diminuto rectángulo de aguas marrones que, según nuestras cartas, tenía que corresponder a la piscina de Siloé. En esa misma dirección, y a escasa distancia de los muros, una ladera moría en el lecho del Cedrón. En ese paraje conocido como la tierra marchita de Hakeldama debería ocurrir el trágico final de Judas Iscariote.

Y bajo el módulo, un promontorio que se estiraba en paralelo a la gran muralla este de Jerusalén. Se trataba, efectivamente, del monte Olivete, repleto de olivares.
Las primeras inspecciones, mediante sistema de ecosonda, confirmaron la abundancia de un terreno calcáreo en un amplio radio alrededor de Jerusalén. Los equipos de análisis de entornos -basados en un procedimiento estereográfico muy similar a los rayos X- ratificaron la presencia de vegetación en un cinturón aproximado de 16,650 kilómetros. Toda la franja norte y noroeste de la ciudad presentaba una extraordinaria abundancia de huertos y plantaciones de árboles frutales. Al sur y sureste -especialmente en la masa del Olivete- eran mucho más frecuentes los olivares, destacando aquí y allá alineaciones de viñedos. Estos crecían sobre todo en la colina occidental del valle del Cedrón y, más exactamente, al sur de la explanada del templo.

Como detalle curioso diré que nuestros dispositivos detectaron al suroeste de la ciudad un pequeño núcleo urbano (luego supimos que se trataba de la aldea de Erebinthon), en cuyo entorno crecían amplias plantaciones de garbanzos.
Un camino polvoriento rodeaba la cara oriental del monte de los Olivos, uniendo los poblados de Betfagé y Betania con Jerusalén. Los aledaños de estas aldeas se veían igualmente cuajados de palmeras, higueras y sicomoros. En mitad de aquel espléndido vergel nos llamó la atención la sequedad del citado torrente del Cedrón y, concretamente, un débil hilo de «agua» roja que brotaba al fondo del talud que se derrama bajo las murallas y a escasa distancia del no menos célebre pináculo del templo. (En una de mis incursiones al interior de la ciudad santa tendría la ocasión de desentrañar el misterio de aquel hilo de «agua» roja.)
Antes de proceder al descenso definitivo sobre la cumbre del Olivete, mi compañero y yo terminamos las mediciones topográficas. Algunos de estos cálculos, sinceramente, desbordaron nuestra capacidad de asombro. Las medidas del templo, por ejemplo, eran portentosas.



31 DE MARZO, VIERNES

…Lázaro colocó su mano izquierda a manera de visera y observó atentamente. De pronto, sin hacer el menor comentario, soltó el sementero que colgaba de su hombro y salió a la carrera hacia la vereda. El jinete llegó al trote hasta mi amigo y, descabalgando, abrazó a Lázaro. Un instante después volvía a montar, alejándose hacia Betania.

El resucitado hizo señales para que me acercara. Al llegar junto a él su rostro aparecía iluminado.
-¡Viene el Maestro! -me soltó a bocajarro, con una alegría incontenible-. Al fin podrás conocerlo... Vamos, tenemos mucho qué hacer.
-Pero, ¿dónde está?… ¿Ha llegado ya? -comencé a preguntarle atropelladamente, mientras trataba de seguirle. Pero Lázaro no me respondió.

Antes de que pudiera reaccionar, me había sacado medio centenar de metros de ventaja. A pesar de su aparente debilidad, corría como un gato salvaje. Al entrar en la casa me di cuenta de que la noticia había alterado a la familia y amigos. Marta, sobre todo, corría de un lado para otro, sonriente y nerviosa. Al vernos se abrazó a Lázaro, confirmándole la buena nueva:
-¡Viene!... ¡Viene Jesús!...


Recreación de Lázaro y sus dos hermanas, Marta y Maria, "al poco tiempo de ser llamado al mundo terrenal por Jesús de Nazaret"
…Poco después de la hora nona -quizá fuesen las cuatro o cuatro y media de la tarde- la agitación entre las numerosas personas que se hallaban en el patio porticado de la hacienda se disparó súbitamente. Marta y María se precipitaron hacia el atrio y desaparecieron entre los grupos de hombres y mujeres que taponaban prácticamente la entrada principal.
Mi corazón se aceleró. Desde el exterior se oía un rumor de voces, gritos y saludos. Sin saber por qué, sentí miedo. Retrocedí unos pasos, ocultándome detrás de una de las columnas del ala derecha del patio. Las palmas de mis manos habían empezado a sudar. Presioné disimuladamente mi oído y, en voz baja, informé a Eliseo de la inminente llegada de Jesús.

A los pocos minutos, los servidores, amigos y familiares de Lázaro fueron apartándose y un nutrido grupo de hombres irrumpió en el patio. Entre risas, besos y mantos multicolores mis ojos quedaron clavados de pronto en un individuo que sobresalía muy por encima de los demás... ¡Aquél tenía que ser Jesús!

Recreación de Marta (de pie) y Maria, hermanas de Lázaro, amigo del Galileo

Su extraordinaria talla -en un primer momento la calculé en algo más de 1,80 metros- lo convertía, al lado de la casi totalidad de los allí reunidos, en un gigante. Vestía un manto color «burdeos», fajando el tórax y con los extremos enrollados en torno al cuello y cayendo sobre unos hombros anchos y poderosos. Una larga túnica blanca de amplias mangas le cubría casi hasta los tobillos. No le vi ceñidor o cinturón alguno. Traía un lienzo blanco arrollado sobre la frente, que caía sobre el lado derecho de sus cabellos.


Ni siquiera en el instante de la inversión de la masa del módulo, en aquella noche del 30 de enero de 1973, experimenté una aceleración cardíaca como la que estaba soportando en aquellos momentos.
El gigante caminó despacio hacia el centro del patio. Su brazo derecho descansaba sobre el hombro de Lázaro. A su alrededor, Marta y María gesticulaban y daban palmas, entre el alborozo general.
Era, sin duda, un hombre blanco, de rostro alto y estrecho, propio de los pueblos caucásicos. El cabello, lacio y de una tonalidad ligeramente acaramelada, le caía sobre los hombros. Poco después, al soltarse la banda de tela que llevaba arrollada sobre la frente y que portaban también casi todos los hombres de su grupo, comprobé que se peinaba con raya en medio.

Presentaba un bigote y una fina barba, partida en dos, de un color oro viejo, similar a los cabellos. El bigote, aunque pronunciado, no llegaba a ocultar los labios, relativamente finos. La nariz me desconcertó. Era larga y ligeramente prominente.
Desde su entrada en la casa, Jesús no había dejado de sonreír, mostrando una dentadura blanca e impecable, muy distinta a la que padecía la mayoría de los hebreos. El Maestro fue a sentarse al filo de la piscina central, sobre uno de los taburetes que alguien había rescatado del «comedor». Los hombres, mujeres y niños se arremolinaron a su alrededor.

Los rayos de sol incidieron entonces sobre su rostro y quedé maravillado. El contraste con aquellas caras endurecidas, sembradas de arrugas y avejentadas de sus amigos y seguidores, era sencillamente admirable. Su piel aparecía curtida y bronceada.

Tímidamente fui asomándome por detrás de la pilastra. Jesús, a poco más de cuatro o cinco metros, levantó repentinamente su rostro y me perforó con su mirada. Una especie de fuego me recorrió las entrañas. Ante la sorpresa general, el rabí se levantó, abriéndose paso entre las personas que habían empezado a sentarse sobre los ladrillos rojos del pavimento. Las rodillas empezaron a temblarme. Pero ya no era posible escapar. Aquel gigante estaba frente a mí...

Jamás olvidaré aquella mirada. Los ojos del Galileo -ligeramente rasgados y de un vivo color de miel- tenían una virtud singular: parecían concentrar toda la fuerza del Cosmos. Más que observar, traspasaba. Unas pestañas largas y tupidas le proporcionaban un especial atractivo. La frente, despejada, terminaba en unas cejas rectas y suficientemente separadas. No pestañeó. Su faz, apacible y tibiamente iluminada por el sol, infundía un extraño respeto. Levantó los brazos y depositando unas manos largas y velludas sobre mis hombros, sonrió, al tiempo que me guiñaba un ojo.
Un inesperado calor me inundó de pies a cabeza. Traté de responder a su gesto, pero no pude. Estaba confuso y aturdido, emocionado...
-Sé bien venido.

Aquellas palabras, pronunciadas en griego, terminaron por desarmarme. Había tal seguridad y afecto en su voz que necesité mucho tiempo para reaccionar. El rabí volvió junto a la cisterna, mientras sus amigos le contemplaban en un mutismo total.
Algunos de los discípulos rompieron al fin el silencio y preguntaron al resucitado quién era yo.
El joven, con indudable satisfacción, les explicó que era su invitado: «Un extranjero llegado expresamente desde Tiro para conocer a Jesús.»

Yo permanecí inmóvil -como petrificado- tratando de ordenar mis pensamientos. «No puede ser -me repetía una y otra vez-. Es imposible que haya adivinado... ¿Cómo puede?...»
Por más vueltas que le di, siempre llegaba a la misma encrucijada. Si nadie le había hablado de mí -por qué iban a hacerlo- ¿cómo podía saber quién era y por qué estaba allí? En el patio había medio centenar de personas. A muchos los conocía -eso estaba claro-, pero a otros no. Este era mi caso y, sin embargo, había caminado hasta mí...
Nunca, ni siquiera ahora, cuando escribo estos recuerdos, estuve seguro, pero sólo un ser con un poder especial podría haber actuado así.




3 DE ABRIL, LUNES

Lázaro, afortunadamente, seguía identificando «mi mundo» con Grecia. Eso me permitió seguir preguntando al Maestro con un cierto margen de amplitud.
-Entonces -repuse- mi mundo está aún muy lejos de ese día. Allí, los hombres son enemigos de los hombres y hasta del propio Dios...
Jesús no me dejó seguir.
-Estáis entonces equivocados. Dios no tiene enemigos.

Aquella rotunda frase del Nazareno me trajo a la memoria muchas de las creencias sobre un Dios justiciero, que condena al fuego del infierno a quienes mueren en pecado. Y así se lo expuse.

Cristo sonrió, moviendo la cabeza negativamente.
-Los hombres son hábiles manipuladores de la Verdad. Un padre puede sentirse afligido ante las locuras de un hijo, pero nunca condenaría a los suyos a un mal permanente. El infierno –tal y como creen en tu mundo- significaría que una parte de la Creación se le ha ido de las manos al Padre... Y puedo asegurarte que creer eso es no conocer al Padre.
-¿Por qué hablaste entonces en cierta ocasión del fuego eterno y del rechinar de dientes?
-Si hablando en parábolas no me comprendéis, ¿cómo puedo enseñaros entonces los misterios del Reino? En verdad, en verdad os digo que aquel que apueste fuerte, y se equivoque, sentirá cómo rechinan sus dientes.
-¿Es que la vida es una apuesta?
-Tú lo has dicho, Jasón. Una apuesta por el Amor. Es el único bien en juego desde que se nace.
                                                                
Permanecí pensativo. Aquellas palabras eran nuevas para mí.
-¿Qué te preocupa? -preguntó Jesús.
-Según esto, ¿qué podemos pensar de los que nunca han amado?
-No hay tales.
-¿Qué me dices de los sanguinarios, de los tiranos?...
-También esos aman a su manera. Cuando pasen al otro lado recibirán un buen susto...
-No entiendo.
-Se darán cuenta que -al dejar este mundo- nadie les preguntará por sus crímenes, riquezas, poder o belleza. Ellos mismos y sólo ellos caerán en la cuenta de que la única medida válida en el «otro lado» es la del Amor. Si no has amado aquí, en tu tiempo, tú solo te sentirás responsable.
-¿Y qué ocurrirá con los que no hemos sabido amar?
-Querrás decir, con los que no habéis querido amar.



Me sentí nuevamente confuso.
-…Esos, amigo -prosiguió el rabí captando mis dudas-, serán los grandes estafados y, en consecuencia, los últimos en el Reino de mi Padre.
-Entonces, tu Dios es un Dios de amor...

Jesús pareció enojarse.
-¡Tú eres Dios!
-¿Yo, Señor?...
-En verdad te digo que todos los nacidos llevan el sello de la Divinidad.
--Pero, no has respondido a mi pregunta. ¿Es Dios un Dios de amor?
-De no ser así, no sería Dios.
-En ese caso, ¿debemos excluir de su mente cualquier tipo de castigo o premio?
-Es nuestra propia injusticia la que se rebela contra nosotros mismos.
-Empiezo a intuir, Maestro, que tu misión es muy simple. ¿Me equivoco si te digo que todo tu trabajo consiste en dejar un mensaje?

El Nazareno sonrió satisfecho. Puso su mano sobre mi hombro y replicó:
-No podías resumirlo mejor...
Lázaro, sin hacer el menor comentario, asintió con la cabeza.
-Tú sabes que mi corazón es duro -añadí-. ¿Podrías repetirme ese mensaje?
-Dile a tu mundo que el Hijo del Hombre sólo ha venido para transmitir la voluntad del Padre: ¡que sois sus hijos!
-Eso ya lo sabemos...
-¿Estás seguro? Dime, Jasón, ¿qué significa para ti ser hijo de Dios?

Me sentí nuevamente atrapado. Sinceramente, no tenía una respuesta válida. Ni siquiera estaba seguro de la existencia de ese Dios.
-Yo te lo diré -intervino el Maestro con una gran dulzura-. Haber sido creado por el Padre supone la máxima manifestación de amor. Se os ha dado todo, sin pedir nada a cambio. Yo he recibido el encargo de recordároslo. Ese es mi mensaje.
-Déjame pensar... Entonces, hagamos lo que hagamos, ¿estamos condenados a ser felices?
-Es cuestión de tiempo. El necesario para que el mundo entienda y ponga en práctica que el único medio para ello es el Amor.

Tuve que meditar muy bien mi siguiente pregunta. En aquellos instantes, la presencia del resucitado podía constituir un cierto problema.
-Si tu presencia en el mundo obedece a una razón tan elemental como la de depositar un mensaje para toda la humanidad, ¿no crees que «tu iglesia» está de más?
-¿Mi iglesia? -preguntó a su vez Jesús que, en mi opinión, había comprendido perfectamente-. Yo no he tenido, ni tengo, la menor intención de fundar una iglesia, tal y como tú pareces entenderla.




Aquella respuesta me dejó estupefacto.
-Pero tú has dicho que la palabra del Padre deberá ser extendida hasta los confines de la tierra...
-Y en verdad te digo que así será. Pero eso no implica condicionar o doblegar mi mensaje a la voluntad del poder o de las leyes humanas. No es posible que un hombre monte dos caballos ni que dos arcos. Y no es posible que un criado sirva a dos señores. Él honrará a uno y ofenderá al otro. Nadie que bebe un vino viejo desea al momento beber vino nuevo. No se vierte vino nuevo en odres viejos, para que no se rasguen, ni se trasvasa vino viejo a odres nuevos para que no se estropee. Ni se cose un remiendo viejo a un vestido nuevo porque se haría un rasgón. De la misma forma te digo: mi mensaje sólo necesita de corazones sinceros que lo transmitan; no de palacios o falsas dignidades y púrpuras que lo cobijen.
-Tú sabes, que no será así...
-¡Ay de los que antepongan su permanencia a mi voluntad!
-¿Y cuál es tu voluntad?
-Que los hombres se amen como yo les he amado. Eso es todo.
-Tienes razón -insinué-, para eso no hace falta montar nuevas burocracias, ni códigos ni jefaturas... Sin embargo, muchos de los hombres de mi mundo desearíamos hacerte una pregunta...
-Adelante -me animó el Galileo.
-¿Podríamos llegar a Dios sin pasar por la iglesia?


El rabí suspiró.
-¿Es que tú necesitas de esa iglesia para asomarte a tu corazón? Una confusión extrema me bloqueó la garganta. Y Jesús lo percibió.
-Mucho antes de que existiera la tribu de Leví, hermano Jasón, mucho antes de que el hombre fuera capaz de erguirse sobre sí mismo, mi Padre había sembrado la belleza y la sabiduría en la Tierra. ¿Quién es antes, por tanto: Dios o esa iglesia?
-Muchos sacerdotes de mi mundo -le repliqué- consideran a esa iglesia como santa.
-Santo es mi Padre. Santos seréis vosotros el día que améis.
-Entonces -y te ruego que me perdones por lo que voy a decirte- esa iglesia está de sobra...
-El Amor no necesita de templos o legiones. Un hombre saca el bien o el mal de su propio corazón. Un solo mandamiento os he dado y tú sabes cuál es... El día que mis discípulos hagan saber a toda la humanidad que el Padre existe, su misión habrá concluido.
-Es curioso: ese Padre parece no tener prisa.


El gigante me miró complacido.
-En verdad te digo que El sabe que terminará triunfando. El hombre sufre de ceguera pero yo he venido a abrirle los ojos. Otros seres han descubierto ya que es más rentable vivir en el Amor.
-¿Qué ocurre entonces con nosotros? ¿Por qué no terminamos de encontrar esa paz?
-Yo he dicho que a los tibios los vomitaré de mi boca, pero no trates de consumir a tus hermanos en la molicie o en la prisa. Deja que cada espíritu encuentre el camino. El mismo, al final, será su juez y defensor.
-Entonces, todo eso del juicio final...
-¿Por qué os preocupa tanto el final, si ni siquiera conocéis el Principio? Ya te he dicho que al otro lado os espera la sorpresa...
-Tengo la impresión de que Tú resultarías excesivamente liberal para las iglesias de mi mundo.
-Dios es tan liberal, como tú dices, que permite, incluso, que te equivoques. ¡Ay de aquellos que se arroguen el papel de salvadores, respondiendo al error con el error y a la maldad con la maldad! ¡Ay de aquellos que monopolicen a Dios!
-Dios... Tú siempre estás hablando de Dios. ¿Podrías explicarme quién o qué es?

El fuego de aquella mirada volvió a traspasarme. Dudo que exista muro, corazón o distancia que no pudiera ser alcanzado por semejante fuerza.
-¿Puedes tú explicarles a éstos de dónde vienes y cómo? ¿Puede el hombre apresar los colores entre sus manos? ¿Puede un niño guardar el océano entre los pliegues de tu túnica? ¿Pueden cambiar los doctores de la Ley el curso de las estrellas? ¿Quién tiene potestad para devolver la fragancia a la flor que ha sido pisoteada por el buey? No me pidas que te hable de Dios: siéntelo. Eso es suficiente...
-¿Voy bien si te digo que lo siento como una... energía?

No me daba por vencido y Jesús lo sabía.
-Vas muy bien.
-¿Y qué hay por debajo de esa «energía»?
-Es que no hay arriba y abajo -atajó el Nazareno, saliendo al paso de mis atropellados pensamientos-. El Amor, es decir, el Padre, lo es Todo.
-¿Por qué es tan importante el Amor?
-Es la vela del navío.
-Déjame que insista: ¿qué es el Amor?
-Dar.
-¿Dar? Pero, ¿qué?
-Dar. Desde una mirada hasta tu vida.
-¿Qué podemos dar los angustiados?
-La angustia.
-¿A quién?
-A la persona que te quiere...
-¿Y si no tienes a nadie?

El Maestro hizo un gesto negativo.
-Eso es imposible... Incluso los que no te conocen pueden amarte.
-¿Y qué me dices de tus enemigos? ¿También debes amarles?
-Sobre todo a ésos... El que ama a los que le aman, ya ha recibido su recompensa.


La conversación se prolongaría aún hasta bien entrada la madrugada. Ahora sé que mi escepticismo hacia aquel hombre había empezado a resquebrajarse...





El investigador y escritor español JJ Benítez





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